MUSEO (by Ragnarök)
“El encuentro tuvo lugar en la iglesia del monasterio, un edificio extraordinario de madera y paja, pero con grandes paneles de cuero colgados de las paredes. Los paneles estaban pintados con escenas abigarradas. Una de las imágenes representaba una multitud desnuda que bajaba a trompicones al infierno, done una gigantesca serpiente afilaba sus colmillos para tragárselos.
-Comecadáveres- comentó Ragnar con un escalofrío.
-¿Comecadáveres?
-Una serpiente que espera en el Niflheim- me aclaró, y se tocó su amuleto martillo. Niflheim, eso lo sabía, era una especie de infierno nórdico, pero a diferencia del infierno cristiano, el Niflheim estaba helado-. Comecadáveres se alimenta de los muertos –prosiguió Ragnar-, pero también mordisquea el árbol de la vida. Quiere matar el mundo entero y que el tiempo acabe-. Volvió a tocarse el martillo.
Otro panel, detrás del altar, mostraba a Cristo en la cruz, y junto a él había un tercer panel pintado que fascinó a Ivar. Un hombre, desnudo salvo un taparrabos de paño, estaba atado a una estaca y era utilizado como diana por unos arqueros. Al menos una veintena de flechas habían perforado su blanca piel, pero aún tenía fuerzas para componer una expresión beatífica y una sonrisa secreta como si, a pesar de la situación, estuviera disfrutando del tormento.
-¿Quién es ése?- quiso saber Ivar.
-El bendito San Sebastián.- El rey Edmundo estaba sentado enfrente del altar, y su intérprete proporcionó la respuesta. Ivar, con los ojos clavados en el cuadro, quiso saber toda la historia, y Edmundo le relató como el bendito San Sebastián, un soldado romano, se negó a renunciar a su fe, de modo que el emperador ordenó acribillarlo a flechas.
-¡Y aun así sobrevivió!- exclamó entusiasmado Edmundo-. Vivió porque Dios lo protegió. Alabado sea Dios por aquella gracia.
-¿Sobrevivió?-preguntó Ivar con desconfianza.
-De tal manera que el emperador lo remató a mazazos- concluyó el intérprete la historia.
-Así que no sobrevivió.
-Fue al cielo- respondió el rey Edmundo.-, así que sobrevivió.
Ubba intervino, dado que quería que se le explicase el concepto de cielo, y Edmundo entonces de las prometió muy felices, pero Ubba escupió con desprecio cuando reparó en que el cielo cristiano era el Valhalla, pero sin la diversión del mismo.
-¿Y los cristianos quieren ir al cielo?- preguntó incrédulo.
-Por supuesto- respondió el intérprete.
Ubba mostró su desdén. El y sus dos hermanos eran asistidos por tantos guerreros daneses como cupieron en la iglesia, mientras el rey Edmundo contaba con un séquito de dos curas y seis monjes que escuchaban todos mientras Ivar proponía su asentamiento. El rey Edmundo podía seguir viviendo, podía gobernar Anglia Oriental, pero las principales fortalezas quedarían guardadas por daneses, y a los daneses se le debían conceder todas las tierras que quisieran, excepto las reales. Se esperaba de Edmundo que proveyera de caballos al ejército danés, así como de salarios y comida a sus guerreros, y su fyrd, o lo que quedaba de él, marcharía a las órdenes de los invasores. Edmundo no tenía hijos, pero sus hombres más importantes, los que habían sobrevivido, tenían hijos que se convertirían en rehenes para asegurarse de que los anglos mantuvieran las condiciones que Ivar proponía.
-¿Y si no acepto?- preguntó Edmundo.
A Ivar le divirtió aquello.
-Invadiremos el país igualmente.
El rey lo consultó con sus curas y monjes. Edmundo era un hombre alto, enjuto y calvo como un huevo aunque sólo tuviese treinta años. De ojos saltones, morro arrugado y ceño perpetuo. Vestía una túnica blanca que también lo hacía parecer un cura.
-¿Y qué pasa con la iglesia de Dios?- se decidió, por fin, a preguntarle a Ivar.
-¿Qué pasa con ella?
-¡Vuestros hombres han profanado los altares de Dios, masacrado a sus servidores, deshonrado su imagen y robado su tributo!- El rey se mostraba furioso. Apretaba una de las manos contra el brazo de su silla, colocada delante del altar, y la otra era un puño que marcaba el ritmo de sus acusaciones.
-¿Vuestro dios no puede cuidarse él solo?- pregunto Ubba.
-Nuestro Dios es un Dios poderoso- declaró Edmundo-, el creador del mundo, y que no obstante permite que el mal exista para ponernos a prueba.
-Amén- murmuró uno de los curas cuando el intérprete de Ivar nos tradujo las palabras.
-¡Os ha traído a vosotros!- escupió el rey-, ¡paganos del norte! ¡Jeremías lo predijo!
-¿Jeremías?- preguntó Ivar, que ya estaba bastante perdido. Uno de los monjes tenía un libro, el primero que yo veía en muchos años, y desenvolvió sus tapas de cuero, hojeó las tiesas páginas y se lo entregó al rey, quién uso un pequeño puntero de marfil para indicar las palabras que le interesaban.
-Quia malum ego- tronó, y el claro puntero de marfil se desplazó por las líneas- adduco ab aquilone et contritionem magnam!
Aquí se detuvo, observó con inmensa furia a Ivar, y algunos de los daneses, impresionados por la fuerza de las palabras del rey –aunque ninguno entendió una sola- se tocaron los amuletos martillo. Los curas que rodeaban a Edmundo nos miraban con ojos reprobadores. Un gorrión pasó volando por una elevada ventana y se posó un instante en uno de los brazo de la enorme cruz de madera que se erguía en el altar.
El rostro terrorífico de Ivar no demostró reacción alguna ante las palabras de Jeremías, y al final el intérprete anglo, que era uno de los curas, cayó en la cuenta de que la apasionada lectura del rey no había significado nada para ninguno de nosotros.
-Porque yo traigo una calamidad del norte- tradujo-, y un quebranto grande.
-¡Está en el libro!- exclamó Edmundo airado, y le devolvió el volumen al monje.
-Puedes quedarte tu iglesia- contestó Ivar sin más.
-No es suficiente- repuso Edmundo. Se puso de pie para dar más fuerza a sus siguientes palabras-. Gobernaré aquí- prosiguió-, y soportaré vuestra presencia si es necesario, y os proporcionaré caballos, comida, dinero y rehenes, pero sólo si vosotros, y todos vuestros hombres, os sometéis a Dios. ¡Tenéis que bautizaros!
Una palabra que el intérprete danés no conocía, y tampoco el del rey, así que al final Ubba me miró en busca de ayuda.
-Tenéis que poneros al lado de un barril de agua- le conté recordando cómo me había bautizado Beocca tras la muerte de mi hermano-, y ellos os tirarán agua encima.
-¿Quieren lavarme?- preguntó Ubba estupefacto.
Me encogí de hombros.
-Eso es lo que hacen, señor.
-¡Os convertiréis al cristianismo!- proclamó Edmundo, después me lanzó una mirada de profunda irritación. –Podemos bautizarlos en el río, chico. Los barriles no hacen falta.
-Quieren lavaros en el río- les aclaré yo a Ivar y a Ubba, y los daneses estallaron en carcajadas.
Ivar pensó sobre ello. Meterse en un río durante un rato no parecía tan malo, especialmente si significaba que podía volver corriendo a aplastar cualquier insurrección que estallara en Northumbria.
-¿Puedo seguir adorando a Odín después de lavarme?- preguntó.
-¡Por supuesto que no!- exclamó enfurecido Edmundo-. ¡Sólo hay un Dios!
-Hay muchos dioses- replicó Ivar-. ¡Muchos! ¡Eso lo sabe todo el mundo!
-Sólo hay un Dios, y debes obedecerle.
-Pero si vamos ganando- le explicó Ivar con paciencia, como si estuviera hablando con un niño-, lo que significa que nuestros dioses le están pegando una paliza al tuyo.
El rey se estremeció ante aquella espantosa herejía.
-Vuestros dioses son dioses falsos- dijo- son cagarros del demonio, son bichos malvados que traerán la oscuridad al mundo, mientras que nuestro Dios es grande, es poderos, es magnífico.
-Enséñamelo- dijo Ivar. (…) y sus daneses emitieron murmullos de aprobación ante la idea. (…) -¿…os protegerá vuestro dios de mis flechas?-preguntó
-Si ésa es su voluntad, lo hará.
-Pues vamos a intentarlo- propuso Ivar-. Os vamos a disparar unas cuantas flechas, y si sobrevivís, nosotros nos bañamos.
Edmundo se quedó mirando al danés, preguntándose si hablaba en serio, después se puso nervioso cuando reparó en que Ivar no estaba de broma. El rey abrió la boca, se dio cuenta de que no tenía nada que decir, y la volvió a cerrar; después uno de sus tonsurados monjes le susurró algo y quizá trató de convencerlo de que Dios estaba sugiriendo su martirio para extender la Iglesia, y que ocurriría un milagro, y los daneses se convertirían y todos nos haríamos amigos y acabaríamos cantando juntos en la misma plataforma celeste. (…)
-¿Preparado?- le preguntó Ivar al rey.
(…)
-Acepto vuestra propuesta- dijo.
-¿La de que te disparemos flechas?
-La de seguir aquí como rey.
-Pero quieres que primero me lave.
-Podemos prescindir de eso- capituló Edmundo.
-No- repuso Ivar-. Has afirmado que tu dios es todopoderoso, que es el único dios, y quiero que lo demuestres. (…) ¿Llevas armadura?- le preguntó a Edmundo.
-No.
-Mejor que nos aseguremos- intervino Ubba y miró la pintura fatídica-. Desnudadlo- ordenó.
El rey y los religiosos protestaron, pero los daneses no aceptaban negativas, y el rey Edmundo acabó completamente desnudo. (…)
-Vamos a averiguar- dijo Ivar…- si el dios inglés es tan poderoso como nuestros dioses daneses. Si lo es, y el rey sobrevive, nos convertiremos en cristianos ¡todos nosotros!
(…) Las seis flechas dieron en el blanco, el rey gritó, el altar quedó salpicado de sangre, se cayó al suelo, se retorció como un salmón ensartado en un garfio, y se le clavaron otras seis flechas más. (…) Hoy en día, por supuesto, esa historia no se cuenta nunca, lo que aprenden los niños es lo valiente que fue san Edmundo al desafiar a los daneses, exigir su conversión, y morir asesinado por ello. Así que ahora es un mártir y un santo, que trina felizmente en el cielo, pero la verdad es que fue un insensato que se ganó él solo su martirio.”
Bernard Cornwell, Northumbria – El último Reino Edhasa, Buenos Aires 2007, pag. 161/169
“24 de marzo de 1897 – Siento cierto apuro, como si estuviera desnudando mi alma, en ponerme a escribir por orden -¡no, válgame Dios!, digamos por sugerencia- de un judío alemán (o austríaco, lo mismo da). (…) ¿A quién odio? A los judíos, se me antojaría contestar, pero el hecho de que esté cediendo tan servilmente a las incitaciones de ese doctor austríaco (o alemán) me dice que no tengo nada contra esos malditos judíos. De los judíos sé lo que me ha enseñado el abuelo:
-Son el pueblo ateo por excelencia- me instruía-. Parten del concepto de que el bien debe realizarse aquí, y nomás allá de la tumba. Por lo cual, obran sólo para la conquista de este mundo. (…) Y cuando yo estaba ya bastante crecido para entender, me recordaba que el judío, además de vanidoso como un español, ignorante como un croata, ávido como un levantino, ingrato como un maltés, insolente como un gitano, sucio como un inglés, untuoso como un calmuco, imperioso como un prusiano y maldiciente como un artesano, es adúltero por celo irrefrenable: depende de la circuncisión que lo vuelve más eréctil, con esa desproporción monstruosa ente el enanismo de su complexión y la dimensión cavernosa de esa excrecencia semimutilada que tiene. Yo a los judíos, los he soñado todas las noches, durantes años y años. Por suerte cuenca he conocido a ninguno, excepto la putilla del gueto de Turín, cuando era mozalbete (pero no intercambié más de dos palabras), y el doctor austríaco (o alemán, lo mismo da). (…) Los curas… ¿Cómo los conocí? En casa del abuelo, me parece, tengo el recuerdo oscuro de miradas huidizas, dentaduras podridas, alientos pesados, manos sudadas que intentaban acariciarme la nuca. Qué asco. Ociosos, pertenecen a las clases peligrosas, como los ladrones y los vagabundos. Uno se hace cura o fraile sólo para vivir en el ocio… Y entre los curas más indignos, el gobierno elige a los más estúpidos y los nombran obispos. Empiezan a revolotear a tu alrededor nada más nacer cuando te bautizan, te los vuelves a encontrar en el colegio, si tus padres han sido tan beatos para encomendarte a ellos; luego viene la primera comunión, y la catequesis, y la confirmación; y ahí está el cura el día de tu boda para decirte lo que tienes que hacer en la alcoba, y el día siguiente en confesión parar preguntarte cuantas veces lo has hecho y poder excitarse detrás de la celosía. (…) Repiten que su reino no es de este mundo, y ponen las manos encima de todo lo que puedan mangonear. La civilización nunca alcanzará la perfección mientras la última piedra de la última iglesia no caiga sobre el último cura y la tierra quede libre de esa gentuza. (…) Los hombres nunca hacen el mal de forma tan completa y entusiasta como cuando lo hacen por convencimiento religioso.”
Umberto Eco, El Cementerio de Praga, Random House Mondadori SA Buenos Aires 2010, pág. 14/23
“En las colonias del noroeste –zona llamada Chercher, perteneciente a Abisinia-, comenzaba a fermentarse la intranquilidad. Este territorio separaba los somalíes y danakils que eran musulmanes, de los shoans y amharas, que eran cristianos, y cada vez con mayor frecuencia se tenía noticia en Harar de incursiones y contra ataques. Por cierto que esto sucedía desde tiempo inmemorial. Se atenían a las costumbres africanas: ataque de sorpresa, se quemaba la aldea, se mataba –y se castraba-, se violaba, se tomaban esclavos. En otros tiempos, nadie que no resultara inmediatamente afectado hubiera prestado la menor atención al asunto. Pero ahora su número y proporciones iban en aumento y también su importancia, ya que estaban alcanzando magnitudes que excedían las guerrillas entre tribus. Por otra parte, hacia el este, la presión creciente de la colonización europea a lo largo del Mar Rojo obligaba a los moradores del desierto a internarse cada vez mas, y en la Alta Abisinia, la rivalidad entre los dos reinos de Tigré y Shoa producía un fermento belicoso que rebasaba en todos sentidos. Ya no se trataba de tribu contra tribu sino, cada vez con mayor frecuencia, de raza contra raza, casi de nación contra nación. Colina arriba los nómades musulmanes gritaban: Allah! Allah akbar!, ´Alá es grande!´ Y al pie, negros y salvajes, arrollaban los guerreros coptos en sus ´ponies´, gritando el nombre de la Virgen: ´!Miriam, Miriam!´. Todo alrededor de ellos a través del desierto, observaban los ojos de la Europa imperial: Francia, Italia, Alemania, Inglaterra… y Egipto, el peón de Inglaterra. Observaban, esperaban, colocándose ahora aquí, ahora allá. Acercándose lentamente, maniobrando con cautela, porque su objetivo era nada menos que el África. Hasta ahora no había habido batallas decisivas, ni invasiones, ni conquistas. En Harar las cosas seguían como siempre. La guarnición egipcia mantenía el orden, las caravanas iban y venían, los hararis musulmanes, acostumbrados a vivir en una ciudad de múltiples razas, no molestaban ni a la minoría copta Abisinia ni a la minúscula grey católica del padre Lutz. Pero a la distancia, la violencia se extendía, los truenos se hacían más violentos.
En su palacio, el gobernador Hajj Pasha golpeaba irritado el escritorio, haciendo resonar los anillos de sus regordetes dedos:
-Así que ya hemos llegado a esto…- decía a Claude-. ¿Ha oído la última noticia? La semana pasada, en la aldea de Bulba, en el Chercher, veinte somalíes fueron muertos a tiros por guerrilleros abisinios. Á tiros, fíjese: no acuchillados ni apuñalados, sino muertos a tiros… Tienen fusiles…
Claude asintió:
-La marcha del progreso. Se están civilizando…
-¡Civilizando!- rugió Hajj Pasha-. Valiente civilización. Los salvajes de la montaña tienen fusiles, como un regimiento, y nosotros los representantes del Gobierno Imperial Egipcio en Harar, apenas si tenemos armas suficientes para mantener las hienas lejos de los muros. Escribo a El Cairo, explico, suplico. ¿Y que me envían? Palabras, excusas… Nada. Y con nada se supone que tengo que defender a la ciudad contra todos los salvajes de África…
-No, con nada no, Excelencia- lo tranquilizó Claude-. Acabo de recibir un nuevo cargamento de la costa: más telas de hilo, paté, espárragos, cigarros. Egal se los entregará esa tarde. Y tal vez las latas de paté y espárrago puedan ser fundidas y convertidas en balas…
Desde el palacio se dirigió, con una caja de cigarros, a Hippolyte Lutz.
-Mis felicitaciones, padre…- le dijo.
-¿Felicitaciones, hijo mío?
-A la iglesia militante. Por la Séptima Cruzada. He oído decir que nuestros hermanos de Abisinia están matando sarracenos como cucarachas…
El sacerdote meneó la cabeza, tristemente:
-Sí, ha habido nuevas violencias… Es una lástima… una vergüenza…
-¿Vergüenza? Pero estamos ganando, padre. Los shoans tienen armas de fuego, ahora. Fusiles para Miriam. Fusiles para el Cordero. Dicen que la matanza ha sido maravillosa…”
James Ramsey Ullman El día en llamas Editorial de Ediciones Selectas SRL, Buenos Aires 1960 pág. 263/264
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