martes, 12 de febrero de 2013




     Tras la renuncia del Papa, un rayo golpeó San Pedro. Horas después del anuncio de la dimisión del papa Benedicto XVI, un rayo alcanzó la cúpula de la basílica de San Pedro, en el Vaticano. 
 www.lanacion.com.ar Martes 12 de febrero de 2012.






“-Eminencia, me resisto a creerlo, mi cerebro se niega a aceptar que Juan Pablo I haya sido la víctima de una conjura; no puedo creerlo, no, no y no –repitió el buen hombre, golpeándose por tres veces en la frente con la palma de la mano-. ¿No le llamaban todos ´el papa de la eterna sonrisa´, no hablaba todo el mundo de su bondad, de su buen juicio y gran sentido común, no fue acaso una persona que amó a todos los hombres, que llegó a afirmar incluso que él no era más que un ser humano como cualquier otro? -En eso precisamente radicó su error. Después de la muerte de Pablo VI, tras la desaparición e aquel representante de Cristo en la tierra que con tanta rapidez envejeció, de aquel hombre resignado e indeciso, la curia romana esperaba ver sentado en el solio pontificio a un príncipe de la Iglesia de carácter enérgico y capaz de tomar rápidas decisiones; en todo caso, fueron los responsables ciertos círculos de la curia, y no necesito dar nombres, fueron aquellos que querían tener en el trono de san Pedro a un auténtico caudillo de la Iglesia, a un sumo pontífice como lo fue Pío XII, a alguien que fustigase el marxismo, que negase todo tipo de apoyo a los terroristas de Iberoamérica y que supiese frenar, en general, las simpatías de la Iglesia por los problemas del tercer mundo. Y en lugar de eso, les dieron un papa que sonreía, que le daba la mano al alcalde comunista de Roma y que confesaba con toda franqueza que la Santa Madre Iglesia no se encontraba precisamente a la altura de los tiempos presentes. -¡Pero Juan Pablo I no cayó llovido del cielo! ¡Los mismos cardenales lo eligieron! -¡Chist!- siseó Bellini, indicando a Stickler que moderase el tono de su voz-. Precisamente porque lo eligieron es por lo que fue tan grande su amargura, precisamente porque lo prefirieron entre todos los demás cardenales papables es por lo que su odio se volvió tan imprevisible. -¡Dios mío! ¡Pero no por eso tenían que matarlo! El cardenal se quedó entonces callado y se enjugó el sudor de la frente con su blanco manípulo. -¡Lo asesinaron!- prosiguió Stickler con su voz susurrante-. No creí desde un principio que Juan Pablo I hubiese perecido de muerte natural. Nunca lo creí. Aún recuerdo muy bien el ambiente caldeado que se respiraba en la Santa Sede, uno podía tener la impresión de que había una curia dentro de la curia. -La curia, hermano en Cristo, tuvo siempre diversas agrupaciones, unas conservadoras, otras progresistas, elitistas algunas y también populistas. -Sí, eso es cierto, eminencia. Juan Pablo I no fue el primer papa al que serví, y de ahí que yo precisamente pueda testificar que nunca hubo tanto secreteo y tanta intriga como en aquellos treinta y cuatro días de su pontificado. Daba entonces la impresión de que cada cual era enemigo del prójimo y la mayoría sólo se comunicaba ya por escrito con su santidad, lo que representaba para Juan Pablo I una carga adicional de trabajo de proporciones colosales. -El santo padre se mató simplemente trabajando… -Y ésa fue la versión oficial, eminencia, pero no había razón alguna para impedir que se le hiciese la autopsia a Juan Pablo I. -¡Stickler- susurró el cardenal, ahora fuera de sí-, no necesito recordarle que jamás se le practicó la necroscopia a papa alguno! -No, no necesitaís recordármelo- replicó William Stickler-, pero aún me sigo preguntando por qué no se permitió la autopsia, cuando, por lo demás, el trato que se dio a los restos mortales de su santidad no se diferenció absolutamente en nada del que se estila en la inhumación normal de cualquier cadáver. No fue ciertamente un espectáculo edificante de presenciar cómo los sepultureros sujetaron con cuerdas los tobillos y el pecho de Juan Pablo I y tiraron después con todas sus fuerzas para enderezar el cuerpo agarrotado de su santidad, con tal brutalidad y violencia, que hasta pude oír cómo se quebraban los huesos. Lo vi con mis propios ojos, eminencia, Dios se apiade de mí. -El catedrático Montana dictaminó con precisión la causa de la muerte: trombosis coronaria. -¡Eminencia! ¿Qué otra cosa podía diagnosticar Montana que no fuese el paro cardíaco si se encontró al entrar ante una cama en la que estaba sentado un muerto de piernas cruzadas, con una carpeta sostenida por su mano izquierda, mientras que su diestra colgaba fláccidamente? Montan no hizo más que repetir aquella escena angustiosa que aún tenía grabada en mi memoria de cuando murió Paulo VI en Castelgandolfo: se sacó del bolsillo un martillo de plata, le quitó a Juan Pablo las gafas, que tenía torcidas, las plegó, las colocó sobre la mesa, golpeó por tres veces consecutivas en la frente al papa muerto, le preguntó tres veces si estaba muerto y como quiera que no recibió respuesta tampoco a la tercera vez, declaró entonces que su santidad el papa Juan pablo I había muerto según el ritual prescrito por la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana. -Requiescat in pace. Amen. -Y sin embargo, aquella larga serie de sucesos extraños no comenzó hasta que entró en el dormitorio el cardenal secretario de Estado. Eran las cinco y media de la madrugada, y cuando se presentó me llamó inmediatamente la atención el hecho de que estuviese recién afeitado, daba la impresión de hallarse muy sereno, y al ver algunos documentos esparcidos por el suelo, que se habían caído de la carpeta que sujetaba su santidad, declaró solemnemente que según la versión oficial yo habría encontrado al santo padre por la mañana temprano, muerto en su cama, y que él no había estado leyendo documentos sino un libro sobre la Imitación de Cristo. Por supuesto que no dejé de preguntarme sobre el porqué de esa tergiversación de los hechos. ¿A cuento de qué no podía haber muerto Juan Pablo I mientras se dedicaba al estudio de unos documentos? ¿Por qué no tendría que ser la monja la que descubriera su cadáver? La hermana Vincenza era la encargada de ir todas las mañanas a colocar el café de Juan Pablo delante de la puerta de su dormitorio. ¿A qué venían todas esas mentiras? -¿Y qué hay de las sandalias de su santidad y de sus gafas? -No lo sé, eminencia, desaparecieron de repente en medio de todo aquel caos y aquella excitación, al igual que los documentos que se hallaban esparcidos por el suelo. Al principio no concedí ninguna importancia al asunto, pues pensé que el cardenal secretario de Estado se habría llevado esos objetos. Tan sólo mucho mas tarde, a eso del mediodía, cuando ya se habían llevado el cadáver de su santidad y yo me puse a indagar acerca del paradero de esos objetos, tan sólo entonces quedó al descubierto la infamia de aquel hecho. Alguien había robado al papa muerto.” 

 Philipp Vabderberg La Conjura Sextina Grupo Editorial Planeta SAIC Buenos Aires 2006 Pág. 105/108.-






El papa Alejandro disfrutaba tanto de la buena conversación como de la caza, la comida o las mujeres hermosas. Tras el banquete, demostrando un atrevimiento característico de su condición, uno de los actores había representado una escena en la que un noble se preguntaba apenado cómo un Dios bondadoso podía hacer recaer tantas desgracias sobre los hombres de buena voluntad. ¿Cómo podía permitir que hubiera inundaciones, incendios y epidemias? ¿Cómo podía permitir que sufrieran niños inocentes? ¿Cómo podía permitir que el hombre, creado a su imagen y semejanza, infligiera tanto dolor a su prójimo? Alejandro aceptó el desafío. Rodeado de amigos como estaba, en vez de citar las Escrituras, contestó al actor como lo hubiera hecho un filósofo griego o un mercader florentino. -¿Qué ocurriría si Dios les concediera a los hombres un paraíso en la tierra obtenido sin dolor ni sacrificio?- comenzó diciendo-. Sin duda, el paraíso celestial dejaría de ser anhelado por los hombres. Además, ¿cómo podría juzgarse entonces la sinceridad y la buena fe de los hombres? Sin purgatorio no puede existir un paraíso, pues de ser así, ¿qué insondable mal no sería capaz de concebir el hombre? Inventaríamos tantas maneras de atacarnos que finalmente acabaríamos por destruir el mundo. Lo que se obtiene sin sacrificio no puede tener valor. Si no existiera una recompensa para nuestro comportamiento, los hombres se convertirían en estafadores que afrontarían el juego de la vida con naipes marcados y dados trucados. No seríamos mejores que las bestias. Sin esos obstáculos a los que llamamos desgracias ¿Qué recompensa podríamos encontrar en el paraíso? No, esas desgracias son precisamente la prueba de la existencia de Dios, la prueba de su existencia y de su amor por los hombres. No podemos culpar a Dios del daño que los hombres se infligen entre sí, pues, en su infinita sabiduría, El ha dispuesto que gocemos de libre voluntad. Sólo podemos culparnos a nosotros mismos. Sólo podemos admitir nuestros pecados y redimirlos en el purgatorio. -Pero entonces, ¿qué es realmente el mal, padre?- preguntó Lucrecia que, de todos los hijos de Alejandro, era quién más interés mostraba por la fe. -El mayor de todos los males es el poder- contestó el Sumo Pontífice-, y es nuestro deber borrar cualquier deseo de poder de los corazones y las almas de los hombres. Ésa es la misión de la Iglesia, pues es la lucha por el poder lo que hace que los hombres se enfrenten unos a otros. Ahí radica el mal de nuestro mundo; siempre será un mundo injusto, siempre será un mundo cruel para los menos afortunados. Quién sabe… Es posible que dentro de quinientos años los hombres dejen de matarse entre sí. Feliz día será aquel en el que ocurra. Pero el poder forma parte de la misma naturaleza del hombre. Igual que forma parte de la naturaleza de la sociedad que, para mantener unidos a sus súbditos, por el bien de su Dios y de su nación, un rey tenga que mandar ahorcar a quienes no obedezcan su ley. ¿Pues cómo, si no, podría doblegar la voluntad de sus súbditos? Además, no debemos olvidar que la naturaleza humana es tan insondable como el mundo que nos acoge y que no todos los demonios temen el agua bendita. –Alejandro guardó silencio durante unos segundos. Después levantó su copa en un brindis- ¡Por la Santa Iglesia de Roma y por la familia Borgia!- exclamó. Todos los presentes levantaron su copa y exclamaron al unísono: -¡Por el Papa Alejandro! Que Dios lo bendiga con salud, felicidad y la sabiduría de Salomón y los grandes filósofos.” 

Mario Puzo Los Borgias Grupo Editorial Planeta SAIC Buenos Aires 2005, pág. 118/119






“-Quiero dar mi voto al cardenal de Segni- anunció Juan de Salerno. De ser así, la votación estaba ganada, aunque podía ser un ardid. -Su eminencia… (…) -¿Acepta Su Eminencia la designación?- preguntó el cardenal de Ostia. Lotario tuvo la sensación de que flotaba. ¿En verdad no era aquello un sueño? -Su Eminencia… (…) -Por supuesto. -¿Con qué nombre reinará Su Eminencia? (…) -Inocencio- respondió Lotario… -Innocentti Tertii –completó el camarlengo jubiloso-: Papa habemus. (…) ´Ahora yo soy el Papa´, pensó. A partir de ese momento, tendría que dejar de pensar en sí mismo y ocuparse, única y exclusivamente, de la causa que había hecho suya: el engrandecimiento de la Iglesia. Desde ese instante, hasta el fin de sus días, tendría que trabajar por ella, desvelarse por ella, sufrir por ella, morir por ella. Esa había sido su elección y estaba dispuesto a afrontar las consecuencias. El amor, la amistad, el miedo, el odio, la tristeza, la alegría, todo tendría que girar, a partir de entonces, alrededor de su causa. Corrió la cortinilla que separaba la estancia de su capilla privada – su Sancta Sanctorum- y bajó hasta el altar, donde arrojó a un lado el pallium con sus cruces y el manto ceremonial. Se desplomó sobre el antepecho del reclinatorio y suspiró. Si en su lugar hubiera estado Gregorio VII, seguramente se habría puesto a orar, a pedir fuerza a Dios; a rogar que el Señor lo iluminara. Pero entonces Lotario de Segni descubrió, como lo temía desde hacía algún tiempo, que había dejado de creer en aquel ser eterno e impersonal, todopoderoso e inaccesible. Quiso hacer un último intento por rescatar de sus recuerdos a aquel Padre bondadoso al que se había encomendado en su infancia y en su adolescencia; por sentirse arredrado ante el supremo vengador, pero fue inútil. Dios no estaba ahí. No podía estar en las cruces, los templos y las ceremonias religiosas. Quizás no podía estar en ningún sitio. Tampoco le pareció cierta la identidad de Cristo. Por él, sin embargo, experimentaba una simpatía más próxima. De acuerdo con las Escrituras, era Dios convertido en hombre. Había descendido a la Tierra para ser martirizado en aras de la salvación de sus propias criaturas. La historia, que en algún momento de su niñez llegó a conmoverle, ahora se le antojaba absurda. ¿Acaso Dios no habría podido salvar a sus criaturas de otra manera menos sanguinarias? (…) A partir de ese día, él hablaría en nombre de Cristo que era, también, Dios. Ya no diría ´Yo quiero´ sino ´Nosotros queremos´. Ya no expresaría su ira o su tristeza sino nuestra ira o nuestra tristeza: Dios y yo.”

Gerardo Laveaga El sueño de Inocencio Ediciones Martinez Roca, México 2006, pág. 163/171



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