jueves, 19 de septiembre de 2013




El pasado sábado 14 publicaba La Nación en su sección de Opinión un artículo de Héctor M. Guyot que magistralmente relataba el mismo problema y la misma duda que me ha estado aquejando los últimos tiempos: 

  Desde hace un tiempo soy contrabandista. Trafico libros. (…) Eso fue lo que nos condujo a la guerra no declarada que comenzó la noche en que deposité sobre la mesa los tres tomos de Los Miserables, tapa dura, que me había mandado al diario una editorial. -¿Hasta cuándo vas a seguir trayendo libros?- dijo mi mujer-. Esto no es la Biblioteca Nacional. (…) En el diario me topé con la noticia de que en San Antonio, Texas, se aprestan a inaugurar la primera biblioteca del mundo sin papel. Unos 10.000 volúmenes virtuales. A la coordinadora del proyecto, Laura Cole, no le gusta llamarla “biblioteca sin libros” sino, simplemente, “biblioteca digital”. La iniciativa tiene sus detractores. Christopher Platt, director de colecciones y circulación de la Biblioteca Pública de Nueva York, señaló: “La gente viene aquí no sólo para acceder a un texto, sino para tocar y sentir un objeto. Y no se trata de una cuestión sentimental.” (…) ¿Me compro una iPad? ¿Empiezo a descargar mi propia biblioteca digital? Una de las ventajas es que podría entrar en casa con los siete tomos de En busca del tiempo perdido sin peso ni riesgo alguno. El precio sería clausurar una forma de memoria. Estoy de acuerdo con Platt en las cualidades sensuales del libro-papel, pero discrepo cuando descarta el factor sentimental. Una de mis bibliotecas me acompaña más o menos tal como está desde los 18 0 19 años. Pocas cosas más estables en mi vida: sobrevivió mudanzas, etapas y cambios de estado civil. Hay allí libros que aún no leí, en condición de promesa (¿qué otra cosa es un libro?). (…) Me temo que estoy entre los que van a llegar a la iPad cuando sea demasiado tarde. Hay veces que entre el problema y la solución, elegimos el problema.” 


Hécor M. Guyot, “Una Biblioteca sin libros” La Nación 14 de septiembre 2013, Opinión, página 19.






     Por mi parte no tomo seriamente ni una iPad ni un iBook. Soy de los que tienen tres versiones de Las Flores del Mal de Baudelaire por diferir las traducciones; El Gato Negro de Edgar Allan Poe en español –la primera, para entenderlo-, inglés –para apreciarlo como dios manda- y una versión en francés que me traje de un hotel en que me hospedé la única vez que viaje a Paris. Y Cianuro Espumoso (Helmeilevä Kuolema) de Agatha Christie en finlandés (que se vino conmigo de mi viaje a Panamá -cleptomanía literaria-).  


     El libro más que un objeto es para mí una deidad y renunciar a mi devoción por ellos es absoluto sacrilegio. Auténtico pecado mortal. Pero en el último mes un par de jovencitas (de once y trece años), que no se conocen entre sí, que concurren a distintos colegios y viven en distintas zonas, coincidieron ante mí leyendo El Diario de Ana Frank. Eso motivó la conversación, realmente agradable, sobre libros. Ambas grandes lectoras pese a su corta edad y por voluntad propia, seguían con leal adoración todas las sagas de moda: Harry Potter, Crepúsculo, Hush Hush, Firelight. Y ambas coincidían también en leer de sus iPad, pero que si les gustaba la historia, era necesario comprar también el libro en papel (carísimos, por cierto). Cuando les pregunté por qué su respuesta fue igual de vaga como de contundente: porque el libro es otra cosa. Si es bueno uno lo quiere tener, verlo, poderlo agarrar cuando uno quiere. Releer ciertas partes. Marcarlo. Que esté ahí, con uno. Es otra cosa. 

   Las generaciones que vienen detrás podrán estar a kilómetros de distancia en tecnología pero el auténtico amor a los libros es un amor tan absolutamente visceral y primitivo que no sienten distinto de lo que sentimos nosotros. Nunca acabarán con los libros dice Eco. AMEN.






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