domingo, 1 de septiembre de 2013




     ¿Por qué el empecinamiento en los diarios íntimos? ¿Por qué aún seguimos aferrados a esa tradición de regalar a las niñas el diario de Barbie o el de las Princesas, con su lapicera con plumas para accionar el mecanismo de apertura al son de musiquita de hadas? ¿Por qué perseveramos en sembrar tan peligrosa costumbre? ¿Y por qué no regalamos diarios a los varones? Se me ocurren montones de respuestas, unas más odiosas que las otras. Porque si nosotras caímos en la perdición consciente por escribir un diario, porque librar a las generaciones que nos sigue de sufrir la misma catástrofe. Porque las mujeres, aun en sus más tierno años, son naturalmente propensas al chisme y hasta el diario de La Sirenita es una potencial fuente de iniquidades. Porque los varones son mono-neuronales desde su inicio y si les ponés una pelota delante ya no tienen cupo para nada más. ¿Escribir lo que se piensa? ¿Pensar? ¡Qué cantidad de extravagancias femeninas!






     A mi obviamente me regalaron diarios a mis seis o siete años, que doy por hecho garabatié con el entusiasmo que correspondía a una criatura tan rara como yo. Pero el primero que tengo registrado (y conservo) arranca a los diez u once años. Ya había sucumbido a Haggard y a Las Minas del Rey Salomón y llevaba un diario como hiciera el bueno del Capitán John Good. Y después, cuando veía al Capitán Kirk reseñar en su bitácora las aventuras del día, ¿cómo abandonar la costumbre de un par de renglones antes de dormir?






     Y las costumbres que se arraigan de chicos después nos acompañan como fetiche. O como eficaz válvula de escape a la ira y a la frustración. Probablemente la adolescencia sea la etapa en que un diario es casi inevitable, el refugio ante las incertidumbres y los contrasentidos, donde valen como secreto esas cosas que no se pueden confesar ni a los pares. Probablemente sea entonces cuando más riesgoso sea el plasmar en tinta las confidencias del alma, al alcance de cualquier “enemigo” que, sin duda alguna, de dar con ellas las utilizaría en nuestra contra. 

      Por eso –y valga como consejo de una especialista en cubrirse las espaldas- son muy convenientes los apodos, motes o iniciales confusas. Los intrincados códigos personales. Jamás un nombre. Jamás una indicación fácil de entender. Y al cabo de los años una relee esas detalladas descripciones de personas que sabemos que debimos conocer pero, ¡por dios! que ignoramos por completo quienes son. ¿Quién era? Pero que no me acuerdo, ni por la tapas; porque no le habré puesto el nombre…






     Y al pasar más años se vuelve en la fuente inagotable de futiles venganzas. Donde podemos sincerarnos sin calibrar consecuencias sociales, familiares ni laborales. Donde podemos despotricar un relicario de conceptos soeces que le caben a cada uno de “esos” que debemos soportar con sonriente estoicismo pero que si fuera verdad que las miradas pudieran matar ya hubiéramos incinerado en el infierno hace años. Bendita urbanidad. ¡Somos personas tan correctas! 

     Al escribir podemos ser sinceros y detallar minuciosamente lo que haríamos con cierta verdura llena de aminoácidos que favorecen el drenaje y cierta zona recatadamente oculta de tal persona que así dejaría de lucir su apretada idiosincrasia por donde no se la requieren. Pero siempre sin dar nombres, solo su nomenclatura diarial. Absolutamente confidencial. Después, claro, uno cae en licencias imperdonables y todo se arruina. Ese comentario tabú que jamás debería haber salido de mi cerebro para inmortalizarse en el papel; ese reconocimiento honesto de algo que ni con bambú en la uñas de los pies reconocería nunca bajo ningún contexto ni siquiera ante mí misma; ese augurar con feroz sinceridad que si se dá la ocasión le hecho los perros hasta que lo alcance… Y ya no hay vuelta atrás.






Por eso, parafraseando a Bertolt Brecht, no hay que caer en un diario íntimo. No tiene retorno. 

No os dejéis seducir:/ 
No hay retorno alguno./ 
El día está a las puertas, / 
Hay ya viento nocturno:/ 
No vendrá otra mañana./ 
No os dejéis engañar/ 
Con que la vida es poco./ 
Bebedla a grandes tragos/ 
Porque no os bastará/ 
Cuando hayáis de perderla./ 
No os dejéis consolar./ 
Vuestro tiempo no es mucho./ 
El lodo, a los podridos./ 
La vida es lo más grande:/ 
Perderla es perder todo.” 


Bertolt Brecht, Contra la seducción










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