“Pintada de negro, la fachada contrasta
con los edificios vecinos. En Wynwood, el barrio más cool de Miami, no parece
haber metro cuadrado que no esté intervenido por artistas. A cada paso se
encuentra una galería, una tienda de diseño, un bar repleto de jóvenes que
hablan distintos idiomas. Llama la
atención por su perfil bajo el estudio de Romero Britto, famoso a nivel mundial
por obras de colores primarios a las que, incluso, a veces agrega brillantina.
Tal vez sea otra estrategia de marketing de este brasileño de origen humilde
que logró cumplir como pocos el sueño americano: no sólo se hizo millonario, sino
que logró ingresar en el restringido círculo de los principales líderes mundiales.
¿Cómo lo hizo? Lo contará en unos minutos,
después de que sus asistentes hayan revisado el cuestionario de preguntas y
recuerden que las entrevistas tienen un límite de tiempo. Exigen para él un
trato similar al de las figuras que lo rodean en las fotos colgadas en las
paredes: desde Bono y Shakira hasta Carlos Slim, Bill Clinton, Shimon Peres y
el papa Francisco.
Una carta con saludos de Navidad firmada por
el príncipe Carlos y su mujer, Camila, acompañan el regalo enviado desde
Inglaterra: un sobrio grabado realizado en tonos ocres por el artista británico
Robbie Wraith, la única obra que no está firmada por Britto en este laberíntico
espacio de 15.000 metros cuadrados.
El bunker creativo, donde se exhibe cada
artículo publicado en la prensa, aloja a decenas de personas que trabajan
frente a sus computadoras en cubículos cerrados y silencio absoluto. Diez de
ellas ayudan a diario a Britto con el infinito proceso de producción. Pinturas,
grabados y el más variado merchandising, que abarca alianzas con algunas de las
marcas más conocidas a nivel mundial, salen desde aquí hacia Britto Central, en
Lincoln Road -la principal calle comercial de Miami Beach-, y a otras 200
galerías y comercios de distintos países.
También se reciben encargos de todo tipo:
intervenir autos, guitarras, aviones y cruceros; realizar esculturas públicas
-como la manzana que recibe a los pasajeros en el aeropuerto J. F. Kennedy, en
Nueva York, o la faraónica pirámide que instaló en Hyde Park, en Londres-, o
participar como embajador de los próximos Juegos Olímpicos de Río de Janeiro,
donde portará la antorcha y presentará una edición especial de la botella de
Coca-Cola con sus dibujos.”
Al leer
ayer, en la edición papel de la revista dominical de La Nación, este artículo
sobre Britto me encontré primero
decepcionada y después entré en abierta sospecha. Soy testigo de la evolución marketinera de Britto.
Hace casi nueve años, en mi primer viaje a Miami, vi su puestito de venta de coloridos recuerdos en el
aeropuerto. Años después compré un Gato
de Cheshire intervenido por él en el store oficial de un parque Disney.
Hace un par de años me choqué con su enorme corazón en el aeropuerto de New York. Una progresión creciente de claro perfil comercial y certera
estrategia publicitaria. Me lo imaginé
entonces como una persona hábil en esto de los negocios, con una obra linda y adaptable. Ayer leer que su personal chequea las
preguntas que podrá hacerle un periodista en un limitado plazo de tiempo me
desbarató toda la imagen elaborada en años de seguir su obra. Pero lo
que me descolocó por completo fue la cuestión del silencio en que se trabaja
dentro de su taller ¿Silencio? No encaja
una cosa con otra.
Su obra,
como corresponde, habla de la idiosincrasia de su autor y su contexto. Conozco bastante Brasil (si no fuera que no puedo no vivir en Baires viviría en Río de
Janeiro), y la estética de color de Britto
es muy característica de los artistas brasileros. Trasmite la energía vibrante que impone su
geografía, un entorno imposible de deslindar de cualquier acción creadora. Y Recife,
en el nordeste, tiene además esa cadencia intangible de una cultura menos “infiltrada” que el sur laborioso.
Pero en Brasil siempre hay
ruido, una acompasada música de fondo que marca la propia naturaleza dominante
del lugar. Brasil es luz, energía y ritmo.
¿Cómo un artista surgido de esa impronta va a exigir silencio en su
taller? La obra de Britto no es silenciosa, no es solemne, no es rígida. Leí un artículo que reproducía la obra de un
artista que conozco pero que hablaba de una persona que nada tenía que ver.
¿Eso hace
el merchandising? ¿Modifica la esencia de una persona para hacerla
más compatible con las normas del mercado?
¿Necesariamente hay que prefabricar todo, falsear lo que originariamente
era característico, bueno y único, para
que sea convenientemente comercial? ¿En
qué momento se perdió la verdad, el sostén real de una obra muy auténtica en su
origen, muy identificable, muy cierta al trasmitir el espíritu lúdico de su
creador, quién consagra en su visión estética todo su bagaje étnico y
cultural?
No me
desilusioné, no, sencillamente me enojé.
¿Realmente Britto eligió esto
o es una víctima de un sistema que produce en serie? Claro, ya se.
Britto es un multimillonario,
no una víctima. Si todo funciona de
maravillas, ¿quién se va a quejar? Pero
no, me niego a creer que el mercado está por sobre la libertad (libre) de un artista auténtico. Y me
pregunto, ¿hasta cuándo funciona algo así? (Sí,
que importa, si ya se facturó). ¿Cuánto
puede sobrevivir la pulsión creativa aprisionada entre la estructura funcional
del mercado? Cuando el arte pasa a ser chuchería de intercambio, souvenir
barato, baratija de mercado de pulgas, ¿qué se hace?
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