martes, 28 de mayo de 2013




   Timing, todo es el timing. Hasta diferenciar a un sociópata de un psicópata. Sé que suena absurdo, pero en la vida práctica (en la vida práctica de Buenos Aires que yo practico diariamente) todo, pero absolutamente todo, es improvisación y oportunidad. Todo es según el momento y donde te encuentres. Nada tiene una lógica previsible, de dos más dos es cuatro. Acá y ahora es, o puede que no, pero sí -si es que justo das vuelta esa esquina y justo alguien cruza esa calle-. Hoy, al menos por diez minutos, esto vale, pero dentro de un rato… ¡vaya uno a saber! 


      Trato, dios lo sabe, de actuar de modo racional, pero cuando el entorno no lo es, uno, al menos para sobrevivir, se adapta. Hasta extremos ridículos, pero el ser humano es animal de costumbre y cuando este exótico deporte se practica día tras día, uno lo encuentra natural y resulta automático comportarse invariablemente al ritmo de la ocasión. Lo difícil es tratar de explicar las cosas a alguien que lo vea desde afuera. Tratar de no sonar completamente delirante, de que cuando uno hace una pausa no le pongan el chaleco de fuerza. 

      Uno apuesta al resultado: las cosas van saliendo (inexplicable, ¡milagrosamente!), se acomodan solas, poco a poco las piezas encajan como en un ordenado puzzle. Porque así suele suceder, aunque sea difícil de creer, aunque parezca materialmente imposible y racionalmente poco probable. Ahí estamos. En esta realidad disparatada con código propio. Código timing. 

     Muchas veces (siempre, para ser honesta) evito planificar. Parto de un punto y determino el objetivo, pero no trazo los recorridos de uno hacia el otro. Avanzo, claro, o más bien me dejo llevar. Vamos hacia allá. Lo que cuenta es la determinación, la obstinación asnal, el deseo feroz, la fuerza de la convicción, la testarudez del capricho. Vamos a llegar hasta ahí. Y tras giros y giros de calesita psicótica llegamos, aunque parezca mentira. No sé qué merito hay en esta especie de lotería pero tampoco sé qué responsabilidad. Es lo que es. Probablemente alguien verá al destino, a la providencia o el mero azar en todo esto. Qué sé yo. Es el timing. El ritmo. La vida que vivo todos los días. Este bordear el desquicio a cada momento. Y seguir andando.



 


  “Derwatt había vivido sencillamente, en Islington, comiendo mal a veces, pero siendo siempre generoso con los demás. Los chicos de su vecindario lo adoraban, y se sentaban a esperarlo sin aguardar ninguna recompensa, pero él siempre se hurgaba los bolsillos y les daba quizás sus últimos peniques. Justo antes de ir a Grecia, Derwatt sufrió una desilusión. Había pintado un mural encargado por el gobierno para una oficina de correos de un pueblo del norte de Inglaterra. Le habían aprobado el boceto, pero rechazaron la obra una vez terminada: el mural mostraba a alguien desnudo, o demasiado desnudo, y Derwatt se negó a modificarlo. (“¡Y tenía razón, por supuesto!”, le aseguraron a Tom los amigos de Derwatt). Pero eso lo privó de las mil libras con las que había contado. Pareció ser la gota final de una serie de decepciones cuya profundidad sus amigos no habían percibido, y por lo cual se reprochaban a sí mismos. En la historia también había una mujer, recordó Tom vagamente, la causa de otro desengaño, aunque no parecía haber sido tan importante para Derwatt como sus decepciones laborales. Todos los amigos de Derwatt eran profesionales, la mayoría de ellos independientes y muy ocupados, y en los últimos días, cuando Derwatt los llamó varias noches, no por dinero sino por compañía, le dijeron que no tenían tiempo para verlo. Sin que sus amigos lo supieran, Derwatt vendió los muebles que tenía en su estudio y se fue a Grecia, desde dónde le escribió una larga y sombría carta a Bernard. (Tom nunca la había visto). Luego llegó la noticia de su desaparición o muerte. Lo primero que hicieron los amigos de Derwatt, incluida Cynthia, fue juntar todas sus pinturas y dibujos y tratar de venderlos. Querían mantener su nombre vivo, querían que el mundo supiera y apreciara lo que él había hecho. Derwatt no tenía ningún familiar y, recordó Tom, había sido un huérfano que ni siquiera conoció a sus padres. La leyenda de su trágica muerte ayudó en vez de obstruir; habitualmente, las galerías no se interesaban por los cuadros de un artista joven y desconocido que ya hubiera muerto, pero Edmund Banbury, un periodista independiente, usó su talento y su acceso a periódicos, suplementos culturales y revistas de arte para escribir artículos sobre los cuadros de Derwatt, y Jeffrey Constant fotografió algunas de sus pinturas para ilustrarlos. A pocos meses de la muerte de Derwett encontraron una galería, la Galería Buckmaster, y encima en Bond Street, ansiosa por manejar su obra, y pronto las telas de Derwatt se estaban vendiendo a seiscientas y ochocientas libras. Entones sucedió lo inevitable. Se vendieron todas las pinturas, o casi todas, y eso fue cuando Tom vivía en Londres. (…) …Se encontró una noche con Jeff, Ed y Bernard en el pub de Salisbury. Ellos estaban tristes porque se les estaban acabando los cuadros de Derwatt, y fue Tom el que dijo: “Les está yendo bien, es una pena terminar así. ¿No puede hacer Bernard algunos cuadros al estilo de Derwatt?” Lo dijo como una broma, o una broma a medias. Apenas conocía al trío, sólo sabía que Bernard era pintor. Pero Jeff, un sujeto práctico como Ed Banbury… miró a Bernard y dijo: “Yo también pensé en eso. ¿Qué te parece, Bernard?”. Tom había olvidado la respuesta exacta de Bernard, pero recordaba que Bernard bajó la cabeza como con vergüenza o sencillamente aterrado ante la idea de falsificar a su ídolo. Unos meses más tardes, Tom se cruzó en la calle con Ed Banbury, y Ed le dijo que Bernard había hecho dos Derwatt excelentes y que habían vendido uno de ellos como auténtico en la Buckmaster. (…) –Nuestro problema- le dijo Jeff esa noche- es que no podemos seguir diciendo que encontramos otro Derwatt en algún sitio. Bernard lo está haciendo bien, pero… ¿te parece que podríamos desenterrar un buen tesoro de Derwatt en alguna parte, como Irlanda, donde pintó por un tiempo, y venderlos y después parar? A Bernard no le entusiasma seguir. Siente que está traicionando a Derwatt, en cierta forma. -¿Y qué hay si Derwatt todavía sigue vivo en algún lado?- dijo Tom, después de reflexionar un momento-. Un solitario recluido en algún lado, que envía sus pinturas a Londres. Eso, siempre y cuando Bernard siga. –Hmm. Bueno… sí. Grecia, quizás. ¡Qué gran idea, Tom! ¡Puede hacerse eternamente! -¿Qué tal México? Me parece más seguro que Grecia. Digamos que Derwatt está viviendo en una pequeña aldea. No le dirá a nadie el nombre de la aldea… excepto quizás a ti, a Ed… (…) …Funcionó. Empezaron a llegar cuadros de Derwatt desde México, dijeron, y la dramática historia de su “resurrección” fue explotada por Ed Banbury y Jeff Constant en más artículos periodísticos, con fotos de Derwatt y de sus últimas pinturas (de Bernard), aunque no de Derwatt en México, porque no permitía reporteros ni fotógrafos. Los cuadros eran enviados desde Veracruz y ni siquiera Jeff o Ed sabían el nombre de la aldea donde vivía. Derwatt quizá estaba mal mentalmente para recluirse de esa manera. Sus pinturas eran mórbidas y depresivas, según algunos críticos. Pero cotizaban ahora entre las más caras de cualquier artista vivo de Inglaterra, el Continente o Estados Unidos. (…)…Tom… pensó en Bernard, trabajando secretamente en las falsificaciones de Derwatt en una habitación de su estudio, la puerta con llave quizás. El lugar que ocupaba Bernard era bastante triste, como siempre lo había sido. Tom nunca había visto el sanctum sanctorum donde pintaba sus obras maestras, los Derwatt que producían miles de libras. Si uno pintaba más falsificaciones que cuadros propios, ¿las falsificaciones no se volverían para uno más naturales, más reales, más genuinas, incluso, que su propia pintura?


 Patricia Highsmith, La Máscara de Ripley, Grupo Editorial Norma, Buenos Aires 2010, páginas 23/28





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