viernes, 31 de mayo de 2013





      El “porque sí” es un argumento de justificación muy habitual en estos días. Lo que implica que el sentido común y la razonabilidad se han ido al diablo. En esta especie de espiral hacia abajo, todo va decayendo en una vorágine de absurdo que pecaría de alarmante si no fuera tan habitual. 

     Uno arranca a la mañana, temprano, tempranísimo, porque no habrá vacas en camisón ni amanecerá más temprano pero igual hay que arrancar antes del alba y meter a los chicos prácticamente dormidos en las escuelas porque no es tan importante su capacidad de aprendizaje en la penumbra del sueño como meterlos en el aula tem-pra-no. ¿Por qué? Porque sí. 

      Y allá vamos rumbo a dónde sea, completando la grilla con lo que nos informa la radio: que servicio de trenes y cual de subtes funciona hoy, y durante que horario, y qué molinete hay liberado por la medida de fuerza de turno; cuál calle está obstruida por un accidente y cuál por alguno de los varios piquetes programados para la jornada. Un casillero para tener en cuenta las obras en marcha que se disponen a romper calles y veredas, y otro para las que después se dedican a emparchar. Y trazado el mapa de esquive del cascoteo hay que contar con los cambios de manos de algunas calles, modificación de carriles, semáforos que no andan, bicisendas varias, el monumental e interminable metrobus con el trasplante de árboles, y dejar margen a la improvisación para los desvíos intempestivos por eventos públicos de cuatro o cinco gatos locos cortando una calle para pedir que no nos corten más las calles. Y ahí vamos. 

      Esa será la razón. Arrancamos tempranos porque sospechamos que algo nos va a demorar.




 



     Pero vamos bien, a algún lado llegamos. Pero para acceder al piso 11, nuestro destino, hay que afrontar la cola de media cuadra del ascensor. No es problema, va rápido. Un solo ascensor para un edificio público de 15 pisos, pero bueno, hay que ser positivo, al menos es un ascensor que todavía funciona. De los viejos, con puertas tijera. ¿No estaban prohibidos? Supongo, pero no levantemos la perdiz: mejor uno peligroso que ninguno, que por escalera no vamos a subir. Al rato arribamos a destino pero no hay sistema y no nos pueden atender. ¿Habrá sistema mañana? Tal vez, quién sabe. Pruebe. Bajar por el ascensor es imposible, no para cuando viene de vuelta. Serán, nomás, las escaleras, pero, bueno, bajar es más fácil. 

      Seguimos intentando trabajar. Pasamos a retirar una historia clínica al hospital, está cerca, se puede ir caminando. Pero al llegar leemos el cartel escrito en una hoja rayada de cuaderno que está de paro el personal administrativo y hoy no atienden. Estoicos, seguimos hacia otro objetivo. 

      Si, mejoramos, la compañía de seguros no está de paro ni hay que esperar una cola larga para acceder al ascensor (moderno éste, todo cerrado de metal resplandeciente a guisa de espejo, con una amable voz que te saluda cuando subís y te avisa cuando llegaste al piso). Pero no vamos a retirar ningún cheque porque se suspendieron los pagos. ¿Por qué? Quién sabe. Órdenes de arriba. Pero estaban autorizados, habían ordenado las libranzas hace un mes. Sí, pero no. Hay que esperar nuevas directivas. Habrá nomás que pasar por el banco a retirar algo de efectivo para los gastos del día. Pero el cajero humano (si, así los llamamos ¿no es horrible?) no nos atiende, hay que ir por las máquinas. Pero la máquina está fuera de servicio porque se trabó con los nuevos y colorinches billetes de Evita. Son demasiado grandes y el papel muy grueso. Se desfasan y atrancan el mecanismo. Estamos esperando al gerente para que abra y desenganche el mecanismo. Pero el gerente no está, fue a hacer un trámite personal a algún lado y vaya uno a saber, capaz que no hay sistema o se demoró por el tráfico. ¿Por qué hacen billetes que no entran en los cajeros automáticos y los traban? Quién sabe. ¿Por qué sí? 

     Intentamos abandonar la Capital, regresando a nuestro terruño provincial. Pero de pronto todo se queda quieto. ¿Qué pasó? Que resulta que los micros de larga distancia están de paro por aumentos de salarios y no sale nada de Retiro. Pero como hace días que vienen con esto, los pasajeros tomaron las avenidas aledañas y cortaron toda la actividad de la zona. Camiones gigantescos varados para donde mires. Como mamuts tumbados al sol. Sí, todo quieto pero el ruido de bocinas, gritos y puteadas te hace vibrar como gelatina el cerebro. Hay que huir, a pie, pero huir rápido. Cuando ya apenas podemos dar un paso más (los zapatos con plataforma que te permiten aumentar veinte centímetros tu altura y rebajar en cinco kilos tu peso elevan la autoestima pero dificultan los deportes pedestres) conseguir un taxi es la próxima odisea. No es para exagerar, hay muchos taxis en Buenos Aires. Uno recuerda porque no los tomas cuando al subir el conductor baja la banderita: son carísimos. Podemos vivir con $ 6.- al día siempre y cuando no tomes taxis. 

      Mentalmente y a toda velocidad, superando cualquier GPS, trazamos el camino más corto hasta el punto donde podemos capturar un colectivo, subte o tren, que nos saque del loquero generando el menor gasto. Nuestro diagrama mental es exacto pero falaz: podemos encontrar la huida a sólo diez cuadras pero el contador de fichas del taxi también camina por tiempo y estamos en mitad de un desbarajuste donde los autos no pueden circular ni a paso de liliputiense. Pero todo tiene su lado positivo, el taxi no avanza pero al menos estamos sentadas y los pies descansan un poco. Después del “asentamiento” más caro del mundo, tras veinte minutos en los que avancé exactamente dieciocho metros y veinticinco centímetros, pagué y volví a la lenta y renqueante caminata hacia el Obelisco.


 



    Debo decir que por lo habitual estos “contratiempos” no logran provocar la ofuscación; por el contrario, uno avanza con resignada costumbre, no esperando algo distinto a lo que diariamente obtiene. Siempre es así, ¿por qué habría de cambiar? Y a esto se le agrega que si buscás sosiego en la nicotina las fotos en las cajetillas te espantan hasta el extremo que al intentar hacerte de un cigarrillo sin abrir los ojos acabás quemándote el pelo con el encendedor; cuando te metés a un bar a consolarte en tu estricta e insulsa dieta hipocalórica con una omelette de espárragos resulta que ahora los mozos te esconden la sal y te hacen más insufrible el almuerzo; y al final, cuando conseguís subirte a un bondi, descubrís que la tarjeta Sube se quedó sin crédito y sólo tenés monedas de 2 pesos que son precisamente las únicas que las máquinas boleteras de esa línea no aceptan. ¿Por qué? Porque sí.

     ¿Entramos en un volcánico estado de furia? No, claro que no. Si todos los días es lo mismo. Por el contrario, nos sorprendemos de no habernos topado durante la jornada con alguna novedad: no nos cruzamos con formaciones militantes de La Cámpora vigilando precios, ni “blanqueadores” de dólares evadidos del sistema comprando inmuebles al por mayor, ni una importante invasión de iraníes invirtiendo con prodigalidad oriental en el país gracias a la política de acercamiento iniciada con el Memorandum de Entendimiento. ¡No nos robaron ni nos asesinaron durante el período que estuvimos fuera del hogar! ¿De qué nos podemos quejar? Estamos viviendo en la “década ganada”, ¿no? En la tierra de las maravillas. El que no lo entiende es estúpido. Lo dijo ayer la seudo faraona a una cuadra de distancia de mi oficina: No me tomen por estúpida.





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