El contar con dinero propio (no mucho, el que se obtiene con un trabajo normal, no las fortunas obscenas que obtuvo en El Relato una joven faraona como “abogada exitosa”) autoriza al sentido común y agrava el escepticismo.
Con dinero uno –como artista independiente- puede mover su obra. Claro: uno paga aranceles en concursos y certámenes, uno paga espacios, alquila galerías, cubre los costos –altísimos y a veces desproporcionados- de catálogos, tarjetas, afiches o folletos publicitarios. Armar carpetas decentes de presentación para postularse a becas o convocatorias internacionales, con fotografías de las obras o proyectos, currículum y antecedentes en el medio, también sale caro. Lograr una página en una revista de arte puede llegar a equivaler los sueldos –normales- de un año, y una crítica firmada en un matutino (o sus revistas dominicales) ya significa tener que vender un órgano –aunque el arancelario de esto último sea absolutamente sotto voce-.
¿Y los mecenas? Se quedaron en el Renacimiento. Seamos sinceros: ser un artista es estar destinado a generar fondos por donde sea para poder moverse un poco en el medio y darse a conocer. Reconozco que internet puede hoy facilitar en cierta manera las cosas (aunque esto también tiene un costo), pero las artes plásticas tienen que vincularse al espectador en persona, “en vivo y en directo”; la imagen fotográfica no alcanza a dimensionar la fuerza que aun tiene la pintura y sus variantes (y la escultura, la instalación, la performance, y siguen las firmas…). Y para eso se necesita un espacio físico. Y eso significa alquiler y servicios varios. Ergo: dinero.
Con esa insoportable tendencia a la racionalización de la que no puedo desprenderme y me hace adherir con tanta frecuencia al método científico diré que esto es pura experimentación de campo, recopilación de datos, comprobación y desarrollo de hipótesis. Desde los catorce años he participado en certámenes de arte (en todos pagué aranceles de participación); recibí contundentes rechazos hasta los diecinueve, cuando alguna obra me empezaron a dejar colgar, siempre pagando. A los veinte empecé a mostrar en bares, donde se te quedaban con una obra como “arancel por el espacio” y cubriendo por cuenta propia los costos de cualquier tipo de catálogo o folletería para repartir, los carteles para anunciar en el lugar y la gacetillería que se envía a los diarios. De ahí en adelante todo lo que hice me significó pagar diversos costos. Siempre. En mi país y en el exterior. El único lugar donde no pagué fue en La Manzana de Las Luces, pero lo que gasté en folletería y en un vernissage decente equivalió al alquiler de cualquier pequeña galería de medio pelo.
Esto no es una queja, es un HECHO. He podido mover mi obra (lo que me ha dado más gratificaciones de las que puedo detenerme a detallar en este espacio) porque conté con el dinero necesario para hacerlo. Si hubiera tenido más seguramente la hubiera movido mejor: hubiera alquilado un stand propio en ArteBA en sus primeras ediciones (cuando con suficientes billetes era muy fácil hacerlo) o contrataría un espacio en Expo-trastienda, Arte Clásica o La Feria del Libro. Pero no tengo tanto (o soy demasiado realista para invertir desproporcionadamente en algo que, honestamente, no vale tanto la pena).
Porque la realidad es qué, por más gratificante –que lo es- y enriquecedora –más aun- que resulta la experiencia de mostrar tu trabajo e interactuar por un breve plazo con “el espectador”, no implica un cambio abrupto en el curso de la carrera de un artista. No se trata de invertir una fortuna y al día siguiente de la inauguración todos los focos de los grandes medios y los antológicos galeristas están sobre tu puerta. Nada que ver. Gastás una fortuna y al día siguiente todo sigue igual. No se produce el mágico descubrimiento estilo Hollywood. No llega el príncipe con el zapatito perdido.
Vuelvo al punto. El dinero te permite desarrollar una carrera dentro del medio, en base a tus posibilidades económicas y tu perseverancia. Se disfruta, jamás lo he negado. Pero nada es gratis.
Entonces te volvés más escéptico ya que sabés, por evidencia fáctica, que nadie cuelga tu obra porque te crea “bueno” y esté apoyando tu “crecimiento”, “apostando” por tu “talento”. No, te cuelga porque pagás el arancel y el galerista/art dealer/marchand/curador vive de lo que los artistas pagamos. ¿Está mal? Por supuesto que no. Es como es y punto.
Resumiendo: el dinero te da independencia (te libera de los caballos) y escepticismo (te libera de los milagros). Al fin y al cabo debo concluir que la mala prensa que le han hecho es inmerecida. Un poco de dinero no viene mal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario