martes, 11 de junio de 2013




      La esquizofrenia como técnica de compartimentación de una doble vida voluntaria tiene sus pro y sus contras. Como todo, claro; ¡que descubrimiento vengo a hacer!. Hace años, cuando empecé a dividir, era fácil y sonaba razonable. Una parte de mí se dedicaba con obstinación al arte, trabajando para definirme y constituir una identidad,; y la otra era la buena hija del vecino, correcta y previsible, la que se dedicaba a estudiar y a trabajar, la que no pretendía nada más que ser “como debe serse” y aspirar “a lo mismo que todos”. En la segunda vida sólo se trataba de adherir al libreto y lucir prolija y juiciosa. Todo en orden, todo correcto. Buena gente.


 


      Ya desde el principio los ambientes en que me movía eran básicamente escindidos y resultaba poco probable toparse con personas que coincidieran en ambos. Por un lado la nadería relajada y fuera de foco del arte juvenil e improvisado, mucha sinrazón y estereotipo de incomprendidos; por el otro, el formalismo previsible de una universidad privada (y confesional), de una formación jesuítica de alta calidad. “La única aristocracia es la aristocracia intelectual” decía, arrogante y snob, uno de mis profesores, y, en ese contexto, sonaba tan razonable. 

      “Iba yo por un camino, cuando con la muerte dí…”, no en mi caso; iba por dos caminitos, en paralelo, y no me topé con obstáculo alguno. ¿Y la rebeldía? Le ganó el pragmatismo prudente: mientras uno hace “lo que debe” nadie presta atención si en paralelo uno hace “lo que quiere”. Asumo que la rebeldía “rebelde”, esa de gritos y portazos, de tatuajes y piercings, no va conmigo. Yo doy más el tipo silencioso y ladino en trajecitos sastre de tonos oscuros. No rendir cuentas ni respetar reglas mientras la imagen pública proyectada es exactamente lo opuesto. Como un juego de máscaras. O simplemente apostar a la paz y concluir que mientras yo sepa exactamente lo que estoy haciendo, ¿qué me importa lo que los demás crean que hago?



 



     El punto era, en un principio, que seguiría con mi vida “civil” hasta que el arte me permitiera mantenerme. Cuando llegase a ese punto quemaría las naves y patearía el tablero. Claro que el “arte” es bastante díscolo e ingrato y no suele ni salvar ni mantener a nadie. En algún punto comprendí que para que el arte fuera económicamente redituable tenía que negociar. Amagué a ello –demasiados testigos hay como para negarlo-: hice diseños para publicidad de pequeñas empresas (logos, llaveros, caligrafía pintoresca para imprimir lapicera y almanaques); preparé carpetas para presentaciones de estudiantes de terciarios de artes plásticas para jardines de infantes y colegios públicos; y hasta di clases durante un par de años en un taller. Pero esas actividades no generaban demasiado dinero y me requerían demasiado tiempo, que me quitaba el poco que ya por entonces tenía para pintar lo que yo quería. Los trabajos “civiles” me generaban mayores ingresos y podía libremente odiarlos sin sentir que me traicionaba en ese rencor. El dinero necesario va con tareas infames y cuando se trata de crear se hace sólo por pasión. Primó la paz y el placer. La doble vida seguía en curso y con un sustento todavía más lógico.



 



    En algún momento ya no se trató sólo de hacer dos cosas distintas e independientes. Empecé a ser una persona diferente para cada una. Obviamente no fue un desdoblamiento psíquico –creo, ya que no generé un “gemelo malvado” ni olvido lo que hice cuando paso de una a otra-, sino un acomodamiento de la multiplicidad natural de facetas que sospecho todos tenemos. Concentré en una vida todo lo que me sabe a auténtico: mi verdadera voz, mi verdadero instinto, mi auténtica fuerza pasional, la más sincera de mis convicciones. Mi yo dedicado al arte es definitivamente feroz, terco, caprichoso, desbordado. Propendo a los excesos y al vértigo, al todo o nada; carezco de remordimientos y condicionantes éticos. Soy. Punto. Que los demás se corran o que aplaudan. 


     El otro yo, el cotidiano, el que sociabiliza con el universo, es mi parte conciliadora y mansa, sin opinión tomada, el que puede creer que todos tiene parte de razón y que la verdad puede verse desde tantos ángulos como miradas diferentes haya. Mi yo más amable, el de la vida prolijita. El paciente, el comprensivo. El lleno de empatía. Ese que sabe fácil lo que el otro quiere oir y lo dice sin ningún escrúpulo. Ese que quiere que todos estén contentos. Ese yo que se mueve en el mundo con comodidad pero sin una identidad que destaque. Ese yo que no llama la atención.



 



      Pasan los años y las dos vidas van, cada una por su lado, con escasas personas como testigos pero tan acostumbrados a la dualidad que ya no la notan. Y voy, sigo, y es definitivamente normal todo. Desde que en mi computadora personal figure como usuario un yo y como otro usuario el otro yo. Con correos independientes y tiempos distintos. Aunque a ambos les gusten las bebidas verdes y la filatelia. La convivencia está tan arraigada que no me cuesta afirmar que mis dos yo son yunta, cordiales compañeros. Cada uno aporta al otro la escusa y la complicidad necesaria para que cada uno sea lo que tiene que ser. 

      ¿Entonces? ¿Cuál es el problema? Ninguno, supongo, salvo que después de tanto tiempo empiezo a oir el tic-tac de mi destino y me incomoda el permitirme pensar que el tiempo que aplico a mi vida civil me está hurtando el poco que me resta para pintar. Sin beligerancia y ningún rencor creo que ahora sí es momento de que el arte ocupe todo el escenario. El fin de fiesta. 

      Pero como todo en mí, primero tengo que racionalizarlo. Por eso lo escribo, para ir pensando en voz alta. ¿Este era el objetivo final del blog? ¿Relatar paso a paso mi despedida y mi regreso a la unidad? ¿Un obligarme “en público” a una decisión sin retrocesos posibles? ¿Es la audiencia la que torna en espectáculo la puesta, la que sino sería mera circunstancia y coincidencia? ¿Estoy tendiéndome una trampa? Probablemente. Sería muy yo (cualquiera de los dos).





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