miércoles, 12 de junio de 2013




     ¿Qué tiene de bueno la vida “civil”? Nada, digo rápido. El dinero, agrego apenas después. Y el dinero es un punto que hace que uno se detenga a considerar las cosas desde el poco artístico pero certero punto de vista del sentido común. No somos del mundo pero estamos en el mundo, ¿era así la letanía, no? Uno tiene que pagar las cuentas, aun las de compra de pintura y papel. La de la luz eléctrica que nos ilumina el caballete. Y nadie que haya visto mis caballetes dirá que en ellos precisamente gasto yo mucho, pero, a veces, los repongo al igual que a mis pinceles. Está claro. Cierto grado de practicidad es aceptable aun en las altas esferas de la espiritualidad creativa.






     Hablamos de dinero. Nadie se dedica al arte para hacerse millonario. No al principio, al menos. Después vienen los mega-publicistas, los Saatchi del mundo real y nihilista, y te tocan con su lápiz óptico y ¡magia! sos Damien Hirst (pobre… -¡pobre, ja! Es una forma de decir- no tengo nada personal en su contra pero no puedo evitar el detestarlo). 

     Decía: uno no cae en las redes del arte para hacer fortuna. Cae porque no se puede evitar el perder el equilibrio. Y una vez captado no se puede salir. Ya perdido para el mundo de lo útil y lo productivo, uno empieza a despertar a la cruel verdad de que es necesario comer para vivir. Y comer (todos los días) es caro. Puede que no por acá, ya que NUESTRO MARAVILLOSO REGIMEN GOBERNANTE dice que con $ 6.- por día uno se sustenta sin violar la pirámide alimentaria, pero como los artistas somos dados a lo epicúreo esos números nos devienen insuficientes. 

      ¿Y entonces? Ahí llegamos. Uno no puede deshacerse de ese amante exigente y egoísta que es el arte, pero hay que trabajar a destajo para mantenerlo y subsistir nosotros más o menos alimentados y al abrigo de un techo. No queda otra que negociar. Algunos abandonan y otros se empecinan. La obcecación asnal es la clave, eso lo supe siempre. Así justifico lo terca que soy. Adoctrinan a los católicos con el latiguillo de que no se pueden servir a Dios y al Cesar (aunque, si mal no recuerdo, en alguna parte se recita también que hay que dar a cada uno lo suyo. “¿Qué me contradigo? Pues bien, soy amplio.”)







     No pretendo justificarme en mi dualidad. No siento que esté traicionando nada: necesito las dos partes de mi doblez. Puede que la notoria diferencia entre mis dos vidas sea lo marcadamente psicótico de mi diagnóstico, pero que las dos me son imprescindibles para la supervivencia es algo de lo que no me cabe la menor duda. ¿Podría, sin embargo y a futuro continuar con una sola? ¿Me sería posible realmente llegar a ser un solo yo? Y lo más importante: ¿valdría la pena? La simplicidad no es lo mío, ni de un lado no del otro. Quizá a esta altura de mi vida a ratos fantasee con reducir el caos, pero también tengo claro que a veces uno se queja solo por el gusto del sonido plañidero de su voz. Lo que nos agobia nos place sino no lo permitiríamos. Nadie ama honestamente la paz de los cementerios.





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