domingo, 20 de octubre de 2013

 

 
      ¡Oh!, ¡los placeres de la vida doméstica! Demasiados libros y demasiada memoria, gruñe una voz en mi oído mientras me cita con exactitud traducida a Rimbaud:
 
En cuanto a la ventura establecida, doméstica o no… no, yo no puedo. Soy muy disipado, muy débil. La vida florece por el trabajo, antiguo mérito: en cuanto a mí, mi vida no es muy pesada, ella se eleva y flota lejos, por encima de la acción, este caro objetivo del mundo. ¡Cómo me convierto en una solterona, con esta falta de coraje para amar la muerte! … ¡Farsa constante! Mi inocencia me haría llorar. La vida es la farsa de todos.”
 
     Dios santo, si arrancamos el día así… Pero en el otro oído la memoria también me auxilia con la voz aguardentosa de Sabina susurrando “No tengo en un altar a la familia, culpable de mis fobias y mis filias…” Y disimulo una carcajada inoportuna mientras corroboro para mis adentros, y mirando mi entorno, la certeza de las variadas y múltiples parafilias que nos aquejan.



 
 
 
      Es triste (para el resto) que en una pequeña familia convencional, sencilla, de esas de descendencia de barcos y cultura empecinada en el trabajo embrutecedor que salvífica, de esas donde la culpa y el sacrificio son las únicas razones de existir sobre la tierra, que se den dos (¡dos!) exóticos desadaptados abocados a las naderías del arte: uno a la música, la otra a las disciplinas plásticas. Obviamente -¡cómo corresponde!- ninguno fue ni remotamente alentado en semejante desvarío, ninguno contó jamás con el más elemental apoyo para persistir en tal sinrazón básica. Y sin embargo, al cabo de los años, ahí seguimos insistiendo casi en privado, soportando el menosprecio y la burla de la parentela de sangre originaria y de la que -¿incomprensiblemente? ¡Doctor Freud!- luego voluntariamente incorporamos al ruedo. Daría risa sino fuera tan patéticamente triste.



 
 
 
     Mi memoria (la del mismísimo Funes) me guía hacia unos párrafos que leí en mi adolescencia del Diario de Ana Frank. Lo corroboro en la versión actualizada que ostenta hoy mi biblioteca y, no me sorprende, Funes siempre tiene razón en sus recuerdos:

Qué mamá salga a defender a Margot es normal, siempre se andan defendiendo mutuamente. Yo ya estoy acostumbrada, que las regañinas de mamá ya no me hacen nada, igual que cuando Margot se pone furiosa. Las quiero sólo porque son mi madre y Margo; como personas, por mí que se vayan a freír espárragos. Con papá es distinto. Cuando hace distinción entre las dos, aprobando todo lo que hace Margot, alabándola y haciéndole cariños, yo siento que algo me carcome por dentro, porque a papá yo lo adoro, es mi gran ejemplo, no quiero a nadie más en el mundo sino a él. No es consciente de que a Margot la trata de otra manera que a mí. Y es que Margot es la más lista, la más buena, la más bonita y la mejor. ¿Pero acaso no tengo yo derecho a que se me trate un poco en serio? Siempre he sido la payasa y la traviesa de la familia, siempre he tenido que pagar dos veces por las cosas que hacía: por un lado, las regañinas, y por el otro, la desesperación dentro de mí misma. Ahora esos mismos frívolos ya no me satisfacen, como tampoco las conversaciones presuntamente serias. Hay algo que quisiera que papá me diera que él no es capaz de darme. No tengo celos de Margot, nunca los he tenido. No ansío ser tan lista y bonita como ella, tan sólo desearía sentir el amor verdadero de papá, no solamente como su hija, sino como Ana-en-sí-misma. Intento aferrarme a papá, porque cada día desprecio más a mamá, y porque papá es el único que todavía hace que conserve los últimos sentimientos de familia. Papá no entiende que a veces necesito desahogarme sobre mamá. Pero él no quiere hablar, y elude todo lo que pueda hacer referencia a los errores de mamá. Y sin embargo es ella, con todos sus defectos, la carga más pesada. No sé que actitud adoptar; no puedo refregarle debajo de las narices su dejadez, su sarcasmo y su dureza, pero tampoco veo por qué habría de buscar la culpa de todo en mí. Soy exactamente opuesta e ella en todo, y eso, naturalmente, choca. No juzgo su carácter porque no sé juzgarlo, sólo la observo como madre. Para mí, mamá no es mi madre. Yo misma tengo que ser mi madre. Me he separado de ellos, ahora navego sola y ya veré dónde voy a parar. (…) …lo peor es que ni papá ni mamá son conscientes de que están fallando en cuanto a mi educación, y de que yo se los tomo a mal. ¿Habrá gente que pueda satisfacer plenamente a sus hijos?

Diario de Ana Frank, De Bosillo – Random House Mondadori S.A. Buenos Aires 2012, pág. 60/61




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