domingo, 6 de octubre de 2013




Sobre los misteriosos caminos del señor (cualquiera sea) o la libre asociación de un cerebro sobre-excitado por el alcohol.


     El asunto es así: estábamos compartiendo una cena entre amigos para celebrar el cumpleaños de uno de ellos. Buen vino, lindo lugar, comida grata, la risa fácil. Alguien, en algún momento, me mostró su preferencia por una obra mía a punto de ponerla como protector de su celular. Debí sentirme altamente complacida –la inclusión de un trabajo en la vida cotidiana de una persona es el máximo aspirado, algo así como la Gioconda en las latas de dulce de membrillo-. Pero no, mi primera reacción fue el pánico. 

      Sé que soy rara por lo que mis raras reacciones son, más o menos, lo normal. Pero acá se trataba de algo más. Era la mitad de una obra inconclusa. Una cara mutada en máscara o una máscara a medio cobrar vida. Un dibujo con algo de color y cierta perspectiva de avanzar a algo más que nunca llegó, porque la otra mitad que mutaba a clavera terminó resultándome insoportablemente odiosa.






     Era, es, un trabajo a medio hacer bastante antipático. De esas pocas obras que no me generan placer sino incomodidad. Y siendo el hedonismo la primera (única) obligación en mi quehacer artístico, nada que vulnere esa premisa debe seguir su curso. Por lo general rompo los trabajos que abiertamente me disgustan. Este debió ser destruido pero por alguna imprudente desidia no lo fue. Y ahí estaba una joven mujer, muy agradable, colocando la mitad de esa odiosa obra en su celular. ¿Cómo puede verla cada día? Temí que le generara algún oscuro daño, alguna especie de maleficio. Me propuse firmemente al día siguiente hacerle llegar mi sugerencia de que pusiera en su pantalla alguna imagen más feliz que mis falsas caras medio máscaras cadavéricas.






     Puede que de eso derivara la conversación por la que acabamos planeando una huida a Andalucía con la excusa de mi muestra en Córdoba el año próximo con mis chicas del The Silk Road. Lo que era una charla leve e intrascendente me recordó unos párrafos sobre Abderrahman III que leyera hace poco y me hundí en una profunda tristeza. Nada más distante a la melancolía que mis coloridas odaliscas, pero la asociación de ideas con el célebre Califa cordobés me jugó una muy mala pasada. Estábamos ahí, era evidente, en uno de esos buenos momentos –que no exceden de 14- que uno pasa no prestando real atención a tal acontecimiento. Mi pesar empero no duró mucho. Alguien se rió a mi lado mientras me preguntaban amablemente si yo tenía una teoría elaborada respecto de los enanitos de jardín. No, de hecho no, pero ofrecí una sobre las hadas y los elfos. Después pasamos al concubinato de Mickey y Minnie y ya no estoy muy segura si lo que siguió a partir de ahí tuvo algún sentido.






“Abderrahman III, octavo emir de Córdoba y primero en usar el título de ´califa´, subió al trono a los 22 años y en él permaneció hasta su muerte en el año 961 (hecha ya un tanto excepcional), tras más de cincuenta años de reinado triunfal. Llegó en sus incursiones hasta Francia y Fez, Orán y Túnez. Acumuló inmensas riquezas que supo disfrutar, gozando asimismo de la cultura, que alcanzó un gran esplendor durante su reinado. Su interés por la Medicina (de la que fundó la primera Academia de Europa, en Córdoba) puede deberse en parte a padecimiento de la “enfermedad sagrada”, que compartió con Julio César y Napoleón, y, cómo este, manifestó un rasgo caracteriológico asociado a ciertas formas de epilepsia: la obsesión por el orden y organización, que en ambos casos les facilita la de sus respectivos imperios, y, de modo más destacado en Abderrahman, el matiz prolijo, detallista de este temperamento, que le lleva a anotar cuidadosamente y con toda precisión “el número exacto de días en que había sido feliz”, en un curioso testamento espiritual, que es el principal motivo de esta reseña biográfica. (…) Meses antes de morir Abderrahman sufre una terrible enfermedad psíquica… Como ocurre frecuentemente en estos enfermos, tenía intervalos libres de síntomas, en los cuales recuperaba su iniciativa, y fue durante uno de ellos, inmediato ya al momento de su muerte, cuando este hombre extraordinario, que tuvo el mundo en sus manos, dictó el balance de su vida , con la precisión enequética que le singularizaba, proporcionándonos uno de los documentos más interesantes ende la relación entre poder absoluto y felicidad. ´He reinado más de cincuenta años, en victoria o paz. Amado por mis súbditos, temido por mis enemigos y respetado por mis aliados. Riquezas y honores, poder y placeres, aguardaron mi llamada para acudir de inmediato. No existe terrena bendición que me haya sido esquiva. En esta situación he anotado diligentemente los días de pura y auténtica felicidad que he disfrutado: SUMAN CATORCE. Hombre, no cifres tus anhelos en el mundo terreno.´” 

Juan Antonio Vallejo-Nágera Locos egregios, Editorial Planeta S.A. Buenos Aires 1992 pág. 27/32.






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