Nuestro espécimen
de estudio (ya sabemos quién) ha
establecido con su empecinada conducta que entiende su vocación creativa como
una pulsión lúdica de efecto hedonista, que tiene por objetivo el comunicarse
con un otro indefinido a través de su obra, por lo que la única acción post
creativa obligatoria es la muestra de su trabajo. Y que el dinero es asunto ajeno a su hacer y
a su mientras tanto. Cabe preguntarse entonces por qué su coqueteo constante con el mercado, ámbito presuntamente fuera de
su ecosistema artístico. Porque reconocer
que no se es aceptado es a la vez reconocer a alguien (superior) con la
prerrogativa de ejercer la aceptación.
Podemos
ser (o aspirar a ser) un artista que prioriza la creación y que se sostiene
económicamente por otros medios (otros medios debe traducirse en
trabajar a destajo de lo que sea a fin de pagar la pintura, el papel, y por
último la comida y esas otras menudencias imprescindibles para la subsistencia). Todo al margen del mundillo del
arte. Pero el sobrevivir por afuera del
mundo no significa que el mundo no exista.
El mercado del arte, el mercado “grande”, el de las mega muestras, el de
las Bienales internacionales y tradicionales, el de las crónicas en los medios
masivos y fotos espléndidas en las revistas del corazón, el de las subastas en Sotheby´s
y las galerías con sucursales en varios continentes, ese donde se mueven las
obras que perdurarán en los museos, ese mercado existe. Está ahí, aunque nosotros estemos
irremediablemente afuera. ¿Si querríamos
estar dentro? Negarlo es mentir, y si
algo nos debemos es la honestidad. Es la
meca inalcanzable, pero meca al fin. Ese
espejo donde no podremos reflejarnos nunca. La perdida Avalon donde querríamos retirarnos a morir junto a Arturo.
Las uvas
están verde, dice la despechada zorra. Aunque
también sea un poco cierto que las uvas no nos gustan si no se guardaron en
roble el tiempo necesario y se escancian sobre el debido cristal con pie. Tal vez los imposibles sean los que nos
definan, los que nos recorten y nos permitan diferenciarnos. O, quizá, simplemente, nos contradecimos.
¿Que yo me contradigo?
Pues sí, me contradigo. Y, ¿qué?
(Yo soy inmenso, contengo multitudes.)
Pues sí, me contradigo. Y, ¿qué?
(Yo soy inmenso, contengo multitudes.)
Walt
Whitman, Hojas de hierba
“Entre la múltiple enumeración de los
derechos del hombre que la sabiduría del siglo XIX recomienda tan a menudo y
tan complacientemente, dos muy importantes han sido olvidados, que son el
derecho de contradecirse y el derecho de irse.”
Charles
Baudelaire, Vida y obras de Edgar
Alan Poe
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