En
mi libro de las reglas una de las principales, básica y esencial para la
supervivencia, es la de no enredarme en discusiones personales cuando el
alcohol circuló por mis venas segundos antes del inicio del debate. Sustenta esta regla otra regla, la de ser
siempre y pese a todo amable con mi prójimo.
La amabilidad es el primero de los mandamientos, el dogma estructural en
que se basa mi –escasa- sociabilidad. Y
tiendo a no ser precisamente amable cuando el enojo me desata la retórica y los
vahos de Baco me aligeran la lengua. De ahí la otra regla (sí, tengo muchas) de beber sola o exclusivamente cuando estoy
acompañada de personas con rango de animosidad cero.
Cometí el error de relajarme, no medir debidamente a mis interlocutores,
y sucumbir al encanto violáceo de un syrah de mucho cuerpo. Y de olvidar que hay demasiados estúpidos
afectos a hacer gala pública de su
estupidez.
En
el libro de las reglas de todo el mundo debería figurar que en reuniones
sociales no se habla de política, de religión, ni de arte cuando el arte es la
vida de uno de los presentes y el que habla no ha entrado jamás a un museo ni
abierto un libro de la materia pero aun así se considera autorizado a dar
afirmaciones contundentes sobre todo. O.K.
Caldo de cultivo para la
cría de demonios. Debería haberme puesto
de pie y salido de ahí con alguna escusa elegante (dejé la plancha enchufada,
recordé que tenía que estar en otro lado precisamente ahora, el médico me prohibió estrictamente el trato con estúpidos). Pero todavía tenía vino en la copa, en la calle hacía
frío, y los ánimos beligerantes ya se me habían filtrado por debajo de las uñas.
-Ustedes los artistas- había dicho el muy estúpido –no
saben hacer las cosas. No se hacen
valer. Tiene que poner límites, calcular
el valor por hora, tanto tiempo te llevó ese cuadro, gastaste tanto en pintura, bueno
calculas costo de materiales y la cantidad de horas que le pusiste y ahí está
el precio. Y lo vendés a ese precio si o
si, porque es lo que te salió y eso te tienen que pagar. Reglas claras, entendés?
-Claro, te entiendo.- le contesté. -Fijar el valor del centímetro
cuadrado de obra y después multiplicas por la superficie. Las amenities serían si esa obra fue
reproducida en algún lado, si ganó premios, si se exhibió en eventos
importantes. Le damos puntitos extras a,
que se yo, dos pesos por cada ítem plus.
Calculadora y regla en mano tasar una obra es una sencilla ecuación
matemática.
El
estúpido no captó la ironía; su limitada actividad mono-neuronal le hizo juzgar
mi respuesta, tranquila, en tono coloquial y acompañada de una sonrisa, como
una afirmación de su sapiencia. ¿Uno
tiene que ponerse un cartel fluo titilante que diga “¡Atención! estoy siendo sarcástica – danger danger danger – ingresando
en alerta anaranjada” para que los estúpidos lo registren?
El
estúpido la siguió, lo más feliz de su manifiesta estupidez:
-Lo que vos tenés que hacer es agarrar tus
cuadros y dejarlos en consignación en las casas de decoración y en los locales
que venden esas chucherías domésticas, adornos y utensilios de cocina. Y en las mueblerías, también. Ellos los cuelgan por ahí y la gente los ve y
los compra. Que ellos le agreguen al
precio un porcentaje y listo. Negocio
para todos.
-Qué idea tan brillante. Cómo no se me ocurrió antes…
Alguien, no recuerdo quién, hizo un comentario tratando de cambiar de
tema. El estúpido, inflándose como un
pavo real al tomar literalmente mis palabras, se inclinó hacia mí y exclamó
satisfecho:
-Lo que necesitás es alguien que piense por
vos, que entienda y se haga cargo. Vos
estás para hacer tus pinturas, para estar en tu mundo de fantasía, produciendo
cuadros lindos y alegres, que le gusten a la gente, y nada más.
El negocio tenés que dejárselo a los que saben.
Reconozco que pude favorecer el despliegue verbal del estúpido por el
hecho de dejado hablar, por escuchar sus estupideces con respetuosa
urbanidad. ¿Por qué nos (mal)educan enseñándonos a tratar con
respeto a todos, aun a los estúpidos?
Los estúpidos no merecen respeto.
A la primera estupidez habría que desterrarlos de la civilización. Si, ya sé, quedarían muy pocas personas y la
humanidad se extinguiría por imposibilidad de reproducción. Pero sería al menos un digno fin del
mundo.
-Me quedan un par de dudas. ¿El valor hora de “pintura” la calculo por lo
que sale la hora de un pintor de brocha gorda, de un profesor de actividades
prácticas de secundaria o por la del personal doméstico? Y
el “centímetro cuadrado de cuadro” ¿vale igual para un artista aficionado que
para uno emergente o uno ya medianamente conocido; igual para un egresado de
academia que para un autodidacta, o le vamos restando porcentaje si el que
pinta tiene oficio pero no titulito oficial de escuela pública? ¿Hacemos la misma cuenta para una obra buena
que para una que salió –digamos- medio chueca, desproporcionada o,
sencillamente, fea? Para aumentar la
chance de venta de las que dejamos en la mueblería, ¿elegimos los colores en
composé con el estampado de los sillones sobre los que la van a colgar o
debemos optar por la transgresión y elegimos los que contrasten fuertemente con
el empapelado? Para las que dejamos en
la casa de decoración, ¿repetimos la misma obra una en tonos pastel, otra en
tonos ácidos, otra en clásico blanco y negro?
Debería hacer cuadritos que combinen con cucharones y jarros de café
para las que van a ir a parar a la tienda de útiles de cocina, ¿no? O mejor le pido al tendero que me diga que es
lo que se vende y pinto bajo esas premisas.
Que me diga lo que sale más y ajusto mi teoría del arte y mi proceso
creativo a lo que el mercado –de la decoración y la regalería- diga que está de
moda hoy…
Creo
que mientras le planteaba mis dudas fui físicamente avanzando hacia el
estúpido, y sospecho que también fui elevando el tono de voz. No me veía a mi misma pero es probable –como
me dijeron después- que ya no le sonriera y que mi expresión fuera tornándose
levemente feroz. “Parecía que ibas a comértelo”
me contaron. No. Imposible.
Lo hubiera escupido antes de tragarlo.
Los estúpidos indigestan.
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