sábado, 3 de junio de 2017































     En mi libro de las reglas una de las principales, básica y esencial para la supervivencia, es la de no enredarme en discusiones personales cuando el alcohol circuló por mis venas segundos antes del inicio del debate.  Sustenta esta regla otra regla, la de ser siempre y pese a todo amable con mi prójimo.  La amabilidad es el primero de los mandamientos, el dogma estructural en que se basa mi –escasa- sociabilidad.  Y tiendo a no ser precisamente amable cuando el enojo me desata la retórica y los vahos de Baco me aligeran la lengua.   De ahí la otra regla (sí, tengo muchas) de beber sola o exclusivamente cuando estoy acompañada de personas con rango  de animosidad cero.

    Cometí el error de relajarme, no medir debidamente a mis interlocutores, y sucumbir al encanto violáceo de un syrah de mucho cuerpo.  Y de olvidar que hay demasiados estúpidos afectos a hacer gala pública  de su estupidez.






     En el libro de las reglas de todo el mundo debería figurar que en reuniones sociales no se habla de política, de religión, ni de arte cuando el arte es la vida de uno de los presentes y el que habla no ha entrado jamás a un museo ni abierto un libro de la materia pero aun así se considera autorizado a dar afirmaciones contundentes sobre todo.  O.K.  Caldo de cultivo para la cría de demonios.  Debería haberme puesto de pie y salido de ahí con alguna escusa elegante (dejé la plancha enchufada, recordé que tenía que estar en otro lado precisamente ahora, el médico me prohibió estrictamente el trato con estúpidos).  Pero todavía tenía vino en la copa, en la calle hacía frío, y los ánimos beligerantes ya se me habían filtrado por debajo de las uñas.

-Ustedes los artistas- había dicho el muy estúpido –no saben hacer las cosas.  No se hacen valer.  Tiene que poner límites, calcular el valor por hora, tanto tiempo te llevó ese cuadro, gastaste tanto en pintura, bueno calculas costo de materiales y la cantidad de horas que le pusiste y ahí está el precio.  Y lo vendés a ese precio si o si, porque es lo que te salió y eso te tienen que pagar.  Reglas claras, entendés? 

-Claro, te entiendo.- le contesté. -Fijar el valor del centímetro cuadrado de obra y después multiplicas por la superficie.  Las amenities serían si esa obra fue reproducida en algún lado, si ganó premios, si se exhibió en eventos importantes.  Le damos puntitos extras a, que se yo, dos pesos por cada ítem plus.  Calculadora y regla en mano tasar una obra es una sencilla ecuación matemática.






     El estúpido no captó la ironía; su limitada actividad mono-neuronal le hizo juzgar mi respuesta, tranquila, en tono coloquial y acompañada de una sonrisa, como una afirmación de su sapiencia.  ¿Uno tiene que ponerse un cartel fluo titilante que diga “¡Atención! estoy siendo sarcástica – danger danger danger – ingresando en alerta anaranjada” para que los estúpidos lo registren?

     El estúpido la siguió, lo más feliz de su manifiesta estupidez:

-Lo que vos tenés que hacer es agarrar tus cuadros y dejarlos en consignación en las casas de decoración y en los locales que venden esas chucherías domésticas, adornos y utensilios de cocina.  Y en las mueblerías, también.  Ellos los cuelgan por ahí y la gente los ve y los compra.  Que ellos le agreguen al precio un porcentaje y listo.  Negocio para todos.

-Qué idea tan brillante.  Cómo no se me ocurrió antes…






     Alguien, no recuerdo quién, hizo un comentario tratando de cambiar de tema.  El estúpido, inflándose como un pavo real al tomar literalmente mis palabras, se inclinó hacia mí y exclamó satisfecho:

-Lo que necesitás es alguien que piense por vos, que entienda y se haga cargo.  Vos estás para hacer tus pinturas, para estar en tu mundo de fantasía, produciendo cuadros lindos y alegres, que le gusten a la gente,  y nada más.  El negocio tenés que dejárselo a los que saben.
    
    Reconozco que pude favorecer el despliegue verbal del estúpido por el hecho de dejado hablar, por escuchar sus estupideces con respetuosa urbanidad.  ¿Por qué nos (mal)educan enseñándonos a tratar con respeto a todos, aun a los estúpidos?  Los estúpidos no merecen respeto.  A la primera estupidez habría que desterrarlos de la civilización.  Si, ya sé, quedarían muy pocas personas y la humanidad se extinguiría por imposibilidad de reproducción.  Pero sería al menos un digno fin del mundo. 

-Me quedan un par de dudas.  ¿El valor hora de “pintura” la calculo por lo que sale la hora de un pintor de brocha gorda, de un profesor de actividades prácticas de secundaria o por la del personal doméstico?  Y el “centímetro cuadrado de cuadro” ¿vale igual para un artista aficionado que para uno emergente o uno ya medianamente conocido; igual para un egresado de academia que para un autodidacta, o le vamos restando porcentaje si el que pinta tiene oficio pero no titulito oficial de escuela pública?   ¿Hacemos la misma cuenta para una obra buena que para una que salió –digamos- medio chueca, desproporcionada o, sencillamente, fea?  Para aumentar la chance de venta de las que dejamos en la mueblería, ¿elegimos los colores en composé con el estampado de los sillones sobre los que la van a colgar o debemos optar por la transgresión y elegimos los que contrasten fuertemente con el empapelado?  Para las que dejamos en la casa de decoración, ¿repetimos la misma obra una en tonos pastel, otra en tonos ácidos, otra en clásico blanco y negro?  Debería hacer cuadritos que combinen con cucharones y jarros de café para las que van a ir a parar a la tienda de útiles de cocina, ¿no?  O mejor le pido al tendero que me diga que es lo que se vende y pinto bajo esas premisas.  Que me diga lo que sale más y ajusto mi teoría del arte y mi proceso creativo a lo que el mercado –de la decoración y la regalería- diga que está de moda hoy…







    Creo que mientras le planteaba mis dudas fui físicamente avanzando hacia el estúpido, y sospecho que también fui elevando el tono de voz.  No me veía a mi misma pero es probable –como me dijeron después- que ya no le sonriera y que mi expresión fuera tornándose levemente feroz.  “Parecía que ibas a comértelo” me contaron.  No.  Imposible.  Lo hubiera escupido antes de tragarlo.  Los estúpidos indigestan.    










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