Tras
la premisa de inicio -¿qué quieren los
artistas?-, podemos detenernos en cuestiones puntuales y concretas. Tomando a nuestro espécimen de análisis (que sigo siendo yo) cuestionamos sobre
el particular: ¿Y el dinero, que onda? ¿El artista no crea para vender su obra y
vivir de ello?
El
desencanto y la sabiduría que acarrean la edad me confirmaron que el arte no
tenía por qué mantenerme, que era un amante caprichoso y díscolo, apto para el
placer pero no para la domesticidad. El
arte no es un proveedor generoso ni un protector solícito; es una aventura incierta,
sin garantías de éxito ni seguros de desempleo.
Hoy tengo en claro que el dinero sólo puede venir de mi trabajo “civil”, de
hacer múltiples cosas por afuera del arte.
Ya no espero nada, ni especulo plazos ni creo en milagros o ángeles de
la guarda. El arte es arte, no mercancía de cambio. ¿El dinero?
No tiene que ver en esto. El
artista ha sido seducido por un amante que no le retribuye nada más que placer
eventual y conflictos constantes.
El
dinero, como resultado final de la experiencia creativa, es una fantasía linda pera absurda, fantasía
que el artista sabe nunca se tornará en realidad. Si el artista condicionara al resultado
económico su acción directamente no haría nada.
Crear, comprometerse en serio con el arte, genera gastos –muchos- y no retribuye nada
material.
Y,
al fin y al cabo, ¿quién dijo que el dinero era lo más importante? La mortaja no tiene bolsillos y el disfrute,
el gozo real que se experimenta al crear, te lo llevás puesto en el alma. Cierto: el arte tiende a la eternidad.
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