Una amiga
ha estado insistiéndome en que registre visualmente mi proceso de intervención
con fuego (dice ella), o sea
el quemar el papel (digo yo), no con
fotos sino con videos, para que el espectador pueda acceder a ese alea, a ese
vértigo inmanejable de las formas que determina a su antojo el fuego.
Cuando
ella lo dice, con terminología y tono de “curador”, suena de lo más importante
(“prestigia tu obra”, afirma, “da entidad a tu técnica experimental”),
pero cuando lo bajo a mi realidad me suena pretencioso y falso. Estoy quemando papel, no hay nada épico en
eso; lo hacíamos en la escuela cuando simulábamos pergaminos para las firmas de
fin de año. La colaboración ígnea, el dibujo que realiza
la llamita de mi encendedor, es parte de la obra pero no es la obra, ya que ésta recién empieza a construirse sobre esa inicial “intervención”.
Y además
-y es el punto fundamental en esta cuestión- decir que filme algo y que yo lo
pueda hacer son dos cosas por completo distintas. Intenté, doy mi palabra de honor, de filmar
prolijamente el proceso. Pero sólo tengo
dos manos y el fuego no permite que uno se distraiga demasiado. Para demostrar que hice el intento subo el
pedacito –mal enfocado, ruidoso y casi
inentendible- de la filmación que pretendí hacer.
Igual, con las fotos, sirva de génesis de la chica amarilla de Burlesque.
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