No puedo
precisar el año, pero yo andaba a mitad de mis estudios universitarios, así
que, definitivamente, hace mucho tiempo.
El Salvador (ahora marketineramente conocida como “USAL”) tenía un programa de
intercambio y había tres chicos norteamericanos cursando con nosotros. Un estudiante de años superiores actuaba como
padrino, acompañándolos tanto en las áreas de estudio como en la
sociabilización dentro y fuera de la facultad. De esa sociabilización resultó que estos
chicos de intercambio acabaron un viernes a la noche en una especie de fiesta
que se había armado en mi casa, y de modo inevitable, presenciando esa otra
esfera de mi vida que ya entonces era demasiado evidente: el arte.
En esa época
(y aun hoy, me temo) sufría yo de la tara de
no poder entender cuando me hablaban en
inglés pese a poder leer y escribir algo en ese idioma. Peor aun, estos chicos me hablaban en
español pero su mero acento californiano me hacía entrar en pánico y cerrarme
a toda comprensión. El estudiante
argentino que los apadrinaba tenía que traducirme a mí lo que ellos me
preguntaban (en es-pa-ñol) mientras me repetía que hablara despacio (en es-pa-ñol)
para que pudieran comprender todo lo que les explicaba.
Mi obra
de esos años era –a mi juicio actual-
espantosa. Pero ellos se habían
interesado y habían cuestionado sobre la composición. Y les expliqué la verdad: la obra te pide, la
obra maneja en gran parte su propia composición. Uno como artista puede tener algo de poder
decisorio al principio: una mirada, una postura, una expresión. Pero tras esas primeras líneas la obra toma
el control y te va guiando, te va exigiendo que más agregar, que color
intensificar, que líneas omitir, que textura priorizar. La
obra manda. El artista progresivamente
se vuelve un ejecutor de una voluntad ajena.
Recuerdo
que les dije entonces algo que hoy me resulta incuestionable: el artista es una
casualidad, una circunstancia fortuita, una anécdota; la obra es su principio y
el único final valioso. La obra tiene
certezas de su entidad antes de existir.
La obra es anterior a su autor y el artista sólo se limita a decodificar
ese misterio y darle visibilidad para los demás.
Cuando
estos chicos de intercambio volvieron a su casa y había pasado, creo, ya un par
de meses, me crucé por los pasillos de la facultad de la calle Perón con el estudiante que los apadrinaba. Charlamos las vaguedades de rigor de un par
de veinteañeros y antes de despedirnos él me contó que uno de los
norteamericanos se había quedado muy impresionado con lo que les había
explicado, por ese asunto de que el propio cuadro se compusiera a través del
artista. Imagino que hasta ahí debí
sonreír orgullosa por la impresión causada.
Entonces él agregó el detalle fatal: que le había resultado una
auténtica historia de terror, que metía miedo esa posibilidad de
convertirse en instrumento de una fuerza externa y desconocida. Tengo muy claro que cuando acabamos la conversación
y cada uno siguió hacia su aula respectiva yo me fui mascullando “qué
estúpido…”
Hoy no
sólo me causa gracia el recuerdo sino que comprendo perfectamente la reacción
de aquel chico de California. Mucha de mi normalidad cotidiana es pura rareza para otras personas, y hay algo
tétrico en esta absoluta entrega que uno hace a ese nebuloso y despótico ente
indefinido que llamamos “el arte” y que digita a su antojo
toda nuestra existencia.
Y como la
obra manda, mi chica amarilla quiso que limpiara el fondo antes de empezar a
definir el rostro y sus accesorios. Y sólo podemos hacer caso…
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