martes, 8 de agosto de 2017






























     No puedo precisar el año, pero yo andaba a mitad de mis estudios universitarios, así que, definitivamente, hace mucho tiempo.  El Salvador (ahora marketineramente conocida como “USAL”) tenía un programa de intercambio y había tres chicos norteamericanos cursando con nosotros.  Un estudiante de años superiores actuaba como padrino, acompañándolos tanto en las áreas de estudio como en la sociabilización  dentro y fuera de la facultad.  De esa sociabilización resultó que estos chicos de intercambio acabaron un viernes a la noche en una especie de fiesta que se había armado en mi casa, y de modo inevitable, presenciando esa otra esfera de mi vida que ya entonces era demasiado evidente: el arte. 

     En esa época (y aun hoy, me temo) sufría yo de la tara de no poder entender cuando me hablaban en  inglés pese a poder leer y escribir algo en ese idioma.  Peor aun, estos chicos me hablaban en español pero su mero acento californiano me hacía entrar en pánico y cerrarme a toda comprensión.  El estudiante argentino que los apadrinaba tenía que traducirme a mí lo que ellos me preguntaban (en es-pa-ñol) mientras me repetía que hablara despacio (en es-pa-ñol) para que pudieran comprender todo lo que les explicaba. 




     Mi obra de esos años era –a mi juicio actual- espantosa.  Pero ellos se habían interesado y habían cuestionado sobre la composición.  Y les expliqué la verdad: la obra te pide, la obra maneja en gran parte su propia composición.  Uno como artista puede tener algo de poder decisorio al principio: una mirada, una postura, una expresión.  Pero tras esas primeras líneas la obra toma el control y te va guiando, te va exigiendo que más agregar, que color intensificar, que líneas omitir, que textura priorizar.  La obra manda.  El artista progresivamente se vuelve un ejecutor de una voluntad ajena. 

     Recuerdo que les dije entonces algo que hoy me resulta incuestionable: el artista es una casualidad, una circunstancia fortuita, una anécdota; la obra es su principio y el único final valioso.  La obra tiene certezas de su entidad antes de existir.  La obra es anterior a su autor y el artista sólo se limita a decodificar ese misterio y darle visibilidad para los demás.




   Cuando estos chicos de intercambio volvieron a su casa y había pasado, creo, ya un par de meses, me crucé por los pasillos de la facultad de la calle Perón con  el estudiante que los apadrinaba.  Charlamos las vaguedades de rigor de un par de veinteañeros y antes de despedirnos él me contó que uno de los norteamericanos se había quedado muy impresionado con lo que les había explicado, por ese asunto de que el propio cuadro se compusiera a través del artista.  Imagino que hasta ahí debí sonreír orgullosa por la impresión causada.  Entonces él agregó el detalle fatal: que le había resultado una auténtica historia de terror, que metía miedo esa posibilidad de convertirse en instrumento de una fuerza externa y desconocida.  Tengo muy claro que cuando acabamos la conversación y cada uno siguió hacia su aula respectiva yo me fui mascullando “qué estúpido…”

    Hoy no sólo me causa gracia el recuerdo sino que comprendo perfectamente la reacción de aquel chico de California.  Mucha de mi normalidad cotidiana es pura rareza para otras personas, y hay algo tétrico en esta absoluta entrega que uno hace a ese nebuloso y despótico ente indefinido que llamamos “el arte” y que digita a su antojo toda nuestra existencia.







     Y como la obra manda, mi chica amarilla quiso que limpiara el fondo antes de empezar a definir el rostro y sus accesorios. Y sólo podemos hacer caso…
















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