domingo, 13 de agosto de 2017

Ser autodidacta II









     Una de las principales circunstancias que marca al autodidacta es la ausencia de maestro o superior referente.  Parece una perogrullada, pero esa carencia implica que no hay una “autoridad” –por así llamarlo- que le marque errores y aciertos y que le diga cuándo exponerse al mercado.  Aquellos que han accedido a una formación académica tienen en claro que “son” artistas cuando termina la cursada, aprueban las materias y reciben su diploma.  Ese es el momento de salir al ruedo.  El estudiante precoz, que quiera lanzarse anticipadamente, tendrá en sus maestros la consulta de si es acertado o no el adelantamiento.  El autodidacta no tiene palenque donde rascarse, el autodidacta va y hace, sin papelito alguno que lo oficialice como “artista” ni la más mínima certeza de cuando es buena la oportunidad para salir de su taller.
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     Yo traté de mostrar mi trabajo desde los dieciséis o diecisiete años, en múltiples salones y concursos de arte.  Me rechazaron en todos, y con razón.  Mi trabajo no era bueno, no estaba en condiciones de salir a mostrarse.  Pero como autodidacta, enterarme de que no era todavía el momento sólo podía hacerlo a través del consecuente  y estrepitoso fracaso.

     Ese saltar al vacío sin paracaídas es lo más característico del autodidacta.  Las conclusiones y el aprendizaje vienen después del porrazo.  Y si bien es un poco doloroso, ese método tiene sus ventajas también: uno se inmuniza a los golpes y a la crítica destructiva.  Se curan las heridas, se aprende sobre el error y se sigue.







     Las críticas iniciales que recibí al tratar de mostrar mi trabajo fueron -unánimemente-  mi pésima técnica, el mal uso del color, la dureza de la línea, la absoluta falta de plasticidad en mi pintura.  Críticas absolutamente justas y exactas.  Yo pintaba muy mal.

     Me costaba  no ensuciar los colores,  mi paleta era torpe, usaba negro para las sombras, y cuando entendí que para eso estaban las tierras, las aplicaba de un modo rígido y estructurado.  El pincel no me respondía.  Conservo pocas fotos de obras de ese tiempo (y los originales, afortunadamente, ya fueron destruidos):









     Buscando solucionar mi tosquedad empecé a usar  pasteles tiza, con un mayor espectro de colores y la facilidad de mezclar y esfumar con los dedos y no con el pincel.  Prueba error, prueba error.









     La necesidad de componer para no ser tan simplemente “copista” (otra de las críticas habituales que recibía por entonces) me llevó a iniciar la superposición; con mis limitaciones iba buscando lograr formar una imagen de muchas otras imágenes.  Seguía sacando inspiración de mis fascículos de la Historia del Cine:












     La acción kamikaze del autodidacta implica mostrar aun sabiendo que lo que hace es malo, porque necesita la visión externa para marcar sus errores y saber por dónde seguir trabajando.  Puede sonar cruel, es más amable que la crítica sea en privado, con una maestro o un profesor en la cómoda seguridad del aula.  Pero ya después de unos años el autodidacta se vuelve inmune a todo.  

     En mi caso, fueron muchos años, ya que sistemáticamente rechazaron mi trabajo hasta el año 1992, cuando una melange de pastel tiza, acrílico y un rígido óleo  en la mantilla, hizo que una obra fuera aceptada y, encima, ¡premiada con una mención del jurado! (La foto es pésima, la obra actualmente está en un estudio jurídico, con vidrio y frente a un ventanal, imposible conseguir toma mejor).









     Confieso que cuando premiaron a Máscara con Mantilla sentí más incertidumbre que alegría.  En mi mundo el rechazo era una herramienta, sabía como usarlo; que de pronto me elogiaran una obra me dejaba descolocada, sin saber como actuar en consecuencia.  Por suerte, pocos días después me rechazaron en otro par de salones y mi vida continuo su ritmo normal.  Y la próxima máscara fue un poco mejor:











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