“A
lo largo de la historia, muchas personas inteligentes han reclamado el
establecimiento de normas precisas para reconocer puntualmente a un artista.
Ocurre que mientras resulta relativamente
fácil distinguir a un plomero de un impostor, la condición artística puede
fingirse durante largos períodos sin que nadie sospeche el engaño.
El arte es un sutil asunto y las
chambonadas no se hacen tan patentes como en la plomería: cuando una canilla
gotea, uno ve agua y se moja con ella; cuando un poema está mal escrito no hay
cataclismos exteriores que lo denuncien.
Hay algo más: en la civilización moderna
los artistas suelen alcanzar renombre y riqueza. Y ante estas recompensas, nada cuesta
calcular que los postulantes a artistas deben ser muy numerosos.
A decir verdad, casi todas las personas
del mundo sienten alguna vez en su vida la tentación de emprender tareas
artísticas. Y muchos creen hacerlo sin
haberse asomado siquiera al más pequeño de los misterios. El estudiante que dibuja la cara de su novia,
el comerciante que se compró un órgano eléctrico, la secretaria que busca
palabras que rimen con Remigio, el publicitario que diseña anuncios para vender
zoquetes, el periodista que explica el funcionamiento de la defensa de San
Lorenzo… todos ellos habrán examinado
sus módicas obras con un secreto orgullo de artistas. Sin embargo, los hombres de corazón saben
bien que el arte es otra cosa, más cercana al llanto y a la fatalidad que al
pasatiempo y al ingenio de los bachilleres.
Uno de los intentos más serios que se
hicieron para terminar con la proliferación de falsos artistas, fue la creación
de la escuela integral El Arte Sano.
Esta institución del barrio de Flores se
proponía enseñar lo poco que puede enseñarse en estos asuntos y –fundamentalmente-
someter a sus alumnos a pruebas durísimas cuyo improbable cumplimiento permitía
obtener la ya legendaria tarjeta azul del artista sin cuento. Esta distinción –que nadie alcanzó jamás-
acreditaba al poseedor como hombre de verdadero espíritu artístico y, según
dicen, permitía obtener descuentos en algunas farmacias. (…)
La primera materia que se cursaba era
Incomprensión del Artista. Durante el curso
los postulantes recitaban sus poemas, exhibían sus cuadros o cantaban sus
canciones ante una mesa examinadora integrada por karatecas, médicos cirujanos,
vigilantes de la 43, y patoteros profesionales.
Esas personas se burlaban de los alumnos, los insultaban y llegado el
caso los echaban a patadas. Es decir,
seguían el criterio de Van Wyck Brucks quien –citado por Sábato- afirma que el
artista necesita de cierta aspereza en el ambiente para revelarse o quizá para
rebelarse. Los halagos y el aliento de los
amigos y favorecedores generan una atmósfera complaciente. Y ya se sabe que no hay peor cosa que un
artista satisfecho de sí mismo.
El segundo curso (…) se designaba con el
nombre de Sufrimiento. Durante largos
años, un grupo de educadores y personal contratado se encargaban de promover la
desdicha del discípulo… (…) Como se ve,
los directores de la academia pensaban que el dolor y el arte son inseparables.
(…) Si bien es cierto que El Arte Sano no nos
dejó ningún artista, es necesario admitir que por lo menos desenmascaró a más
de un farsante.
No es verdad que las calamidades conduzcan
al arte. Pero es indispensable hacer
saber a todo el mundo que para ser artista hay que pagar un alto precio. Debe uno resignarse a estudiar las arduas
cuestiones técnicas. Debe uno sufrir y
hacerse mala sangre allí donde otros pasan de largo. Debe uno aprender a ver secretas señales
donde nadie ha visto nada. Debe uno
atormentarse cuando siente que hay un verso que no será capaz de escribir
nunca. Debe uno seguir ciegamente
misteriosos llamados que conducen casi siempre a la desdicha. Debe uno pelear contra el destino, aun
sabiendo que será derrotado. Después –si
tiene suerte- es probable que obtenga fama y dinero. Pero ya no le importará demasiado.
(…) Yo no sé, desde luego, qué cosa es el
arte. Sospecho, sí, que debe ser algo
fatal. Y como ya les dije alguna vez, me
parece que algo tiene que ver con el llanto.”
Alejandro
Dolina, Cómo reconocer a un artista de Crónicas del Ángel Gris, Ediciones
de la Urraca, Montevideo 1988, páginas 195/199.
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