martes, 1 de agosto de 2017






      “A lo largo de la historia, muchas personas inteligentes han reclamado el establecimiento de normas precisas para reconocer puntualmente a un artista.

     Ocurre que mientras resulta relativamente fácil distinguir a un plomero de un impostor, la condición artística puede fingirse durante largos períodos sin que nadie sospeche el engaño.

     El arte es un sutil asunto y las chambonadas no se hacen tan patentes como en la plomería: cuando una canilla gotea, uno ve agua y se moja con ella; cuando un poema está mal escrito no hay cataclismos exteriores que lo denuncien.

     Hay algo más: en la civilización moderna los artistas suelen alcanzar renombre y riqueza.  Y ante estas recompensas, nada cuesta calcular que los postulantes a artistas deben ser muy numerosos.

     A decir verdad, casi todas las personas del mundo sienten alguna vez en su vida la tentación de emprender tareas artísticas.  Y muchos creen hacerlo sin haberse asomado siquiera al más pequeño de los misterios.  El estudiante que dibuja la cara de su novia, el comerciante que se compró un órgano eléctrico, la secretaria que busca palabras que rimen con Remigio, el publicitario que diseña anuncios para vender zoquetes, el periodista que explica el funcionamiento de la defensa de San Lorenzo…  todos ellos habrán examinado sus módicas obras con un secreto orgullo de artistas.  Sin embargo, los hombres de corazón saben bien que el arte es otra cosa, más cercana al llanto y a la fatalidad que al pasatiempo y al ingenio de los bachilleres.

     Uno de los intentos más serios que se hicieron para terminar con la proliferación de falsos artistas, fue la creación de la escuela integral El Arte Sano.

     Esta institución del barrio de Flores se proponía enseñar lo poco que puede enseñarse en estos asuntos y –fundamentalmente- someter a sus alumnos a pruebas durísimas cuyo improbable cumplimiento permitía obtener la ya legendaria tarjeta azul del artista sin cuento.  Esta distinción –que nadie alcanzó jamás- acreditaba al poseedor como hombre de verdadero espíritu artístico y, según dicen, permitía obtener descuentos en algunas farmacias. (…)

     La primera materia que se cursaba era Incomprensión del Artista.  Durante el curso los postulantes recitaban sus poemas, exhibían sus cuadros o cantaban sus canciones ante una mesa examinadora integrada por karatecas, médicos cirujanos, vigilantes de la 43, y patoteros profesionales.  Esas personas se burlaban de los alumnos, los insultaban y llegado el caso los echaban a patadas.  Es decir, seguían el criterio de Van Wyck Brucks quien –citado por Sábato- afirma que el artista necesita de cierta aspereza en el ambiente para revelarse o quizá para rebelarse.  Los halagos y el aliento de los amigos y favorecedores generan una atmósfera complaciente.  Y ya se sabe que no hay peor cosa que un artista satisfecho de sí mismo.

     El segundo curso (…) se designaba con el nombre de Sufrimiento.  Durante largos años, un grupo de educadores y personal contratado se encargaban de promover la desdicha del discípulo… (…)  Como se ve, los directores de la academia pensaban que el dolor y el arte son inseparables.
(…)   Si bien es cierto que El Arte Sano no nos dejó ningún artista, es necesario admitir que por lo menos desenmascaró a más de un farsante.

     No es verdad que las calamidades conduzcan al arte.  Pero es indispensable hacer saber a todo el mundo que para ser artista hay que pagar un alto precio.  Debe uno resignarse a estudiar las arduas cuestiones técnicas.  Debe uno sufrir y hacerse mala sangre allí donde otros pasan de largo.  Debe uno aprender a ver secretas señales donde nadie ha visto nada.  Debe uno atormentarse cuando siente que hay un verso que no será capaz de escribir nunca.  Debe uno seguir ciegamente misteriosos llamados que conducen casi siempre a la desdicha.  Debe uno pelear contra el destino, aun sabiendo que será derrotado.  Después –si tiene suerte- es probable que obtenga fama y dinero.  Pero ya no le importará demasiado.

(…)  Yo no sé, desde luego, qué cosa es el arte.  Sospecho, sí, que debe ser algo fatal.  Y como ya les dije alguna vez, me parece que algo tiene que ver con el llanto.”



Alejandro Dolina, Cómo reconocer a un artista de  Crónicas del Ángel Gris, Ediciones de la Urraca, Montevideo 1988, páginas 195/199.









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