martes, 6 de febrero de 2018






           No sé qué convierte a alguien en un auténtico artista, probablemente ahí juegue el talento y la originalidad, el don de poder trasmitir en un lenguaje simbólico y visual y conmover a un otro, desconocido, con su mensaje.  Ese indefinible toque mágico.   Pero sí puedo reconocer a alguien que con honestidad se dedica al arte independientemente del resultado y del destino de su obra.  La clave es el tiempo.   La infinidad de horas dedicadas a una pasión sin retribución concreta alguna, cantidad de horas que hacen que uno termine confundiendo esa pasión con la vida misma.  Ese hacer constante sólo por el placer de hacer, esa perseverancia en una acción creativa que no recibe reconocimiento ni económico ni personal y que suele confundirse con un empecinamiento patológico.  Ese seguir en un camino incierto cuando definitivamente es más fácil, cómodo y práctico renunciar y dedicarse a lo que los demás esperan de uno. 


     Probablemente ese derroche de tiempo, ese poner la vida completa a merced del arte, es la consecuencia lógica de la pasión.  Puede que a veces la pasión no venga de la mano del talento, pero sospecho que si el talento no es acompañado por una gran cuota de pasión tampoco se puede concebir arte del auténtico. 










     Hoy compartí un café con una persona que desborda pasión y talento, y como siempre, ha sido un  placer y la reafirmación de que apostar a las naderías del arte vale la pena.















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