No sé qué convierte a alguien en un
auténtico artista, probablemente ahí juegue el talento y la originalidad, el
don de poder trasmitir en un lenguaje simbólico y visual y conmover a un otro, desconocido,
con su mensaje. Ese indefinible toque
mágico. Pero sí puedo reconocer a alguien que con
honestidad se dedica al arte independientemente del resultado y del destino de
su obra. La clave es el tiempo. La infinidad de horas dedicadas a una pasión
sin retribución concreta alguna, cantidad de horas que hacen que uno termine
confundiendo esa pasión con la vida misma.
Ese hacer constante sólo por el placer de hacer, esa perseverancia en
una acción creativa que no recibe reconocimiento ni económico ni personal y que
suele confundirse con un empecinamiento patológico. Ese seguir en un camino incierto cuando
definitivamente es más fácil, cómodo y práctico renunciar y dedicarse a lo que los demás esperan de uno.
Probablemente ese derroche de tiempo, ese poner la vida completa a
merced del arte, es la consecuencia lógica de la pasión. Puede que a veces la pasión no venga de la
mano del talento, pero sospecho que si el talento no es acompañado por una gran
cuota de pasión tampoco se puede concebir arte del auténtico.
Hoy
compartí un café con una persona que desborda pasión y talento, y como siempre,
ha sido un placer y la reafirmación de que apostar a las naderías del arte vale la pena.
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