miércoles, 28 de febrero de 2018







           Yo quería ser Sherlock, o, al menos, Watson con su buena fe.  Terminé siendo Moriarty, el enemigo funcional a la gloria del héroe.  Sólo que él no había sido ningún héroe y yo no disfrutaba en absoluto mi papel. 

     ¿A qué viene esto?  Puro destino.  Uno puede creer que tiene alguna injerencia, que decide, que planifica su vida.  Pero un día todo se desbarata y nos coloca en un lugar dónde nunca pensamos estar, dónde no queremos estar, dónde es absurdo que estemos; y sin embargo… estamos.
 
 
 
 
 
 

 

     Ya se sabe que a mí no me importa demasiado nada por afuera de mi obra.  Que vivo, trabajo, me relaciono, con una tranquila indiferencia que suele confundirse con bonhomía.  Mi vida real está en soledad, en el arte, en mi pulsión creativa, en jugar a jugar, a eso dedico mi pasión y mi intensión.  Pero también vivo en el mundo y no me queda más remedio que hacer lo que se debe hacer para ser la buena hija del vecino.

      Mi trabajo civil es el que me permite comer y comprar pintura.  Trato de hacerlo lo mejor posible, prolija, responsablemente;  con razonada eficacia para hacerlo bien dedicando el menor tiempo posible (y así ganar horas para pintar).  A ese trabajo le aplico la cabeza, la voluntad y la paciencia.  Pero realmente ningún interés personal.  Y probablemente por ese desapego a la gente le es fácil hablarme, contarme en exceso detalles, abusar de mi amabilidad y de mi tiempo para tenerme de confidente.

     ¿Qué hago yo con las confidencias?  Nada.  Porque las considero innecesarias para hacer un buen trabajo.  Están ahí, flotando en la nebulosa de mi memoria, pero para nada útil.  Hasta que un día…

                                                 
 
 
 
 
 

     ¿Cuál es el punto?    Que no soy Sherlock, que utiliza los detalles para deducir la verdad, hacer negocio y vivir de su inteligencia.  Que no soy Watson, que con empatía escucha para ayudar, el típico doctor que considera los síntomas para formular un diagnóstico certero.    Soy Moriarty, que un día descubre que con la información ajena se puede hacer malabares en un semáforo.   Y no quiero ser Moriarty.  Pero el destino es el destino, y mi opinión  no hace mella a lo que debe ser.  ¿Quién dijo que el libre albedrío entraba en la ecuación?  Si ya se adjudicaron los roles no te queda otra que jugar el papel asignado por el director de escena.    Soy Moriarty, ya entendí.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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