Yo quería ser Sherlock, o, al menos, Watson
con su buena fe. Terminé siendo Moriarty,
el enemigo funcional a la gloria del héroe.
Sólo que él no había sido ningún héroe y yo no disfrutaba en absoluto mi
papel.
¿A
qué viene esto? Puro destino. Uno puede creer que tiene alguna injerencia,
que decide, que planifica su vida. Pero
un día todo se desbarata y nos coloca en un lugar dónde nunca pensamos estar,
dónde no queremos estar, dónde es absurdo que estemos; y sin embargo… estamos.
Ya
se sabe que a mí no me importa demasiado nada por afuera de mi obra. Que vivo, trabajo, me relaciono, con una
tranquila indiferencia que suele confundirse con bonhomía. Mi vida real está en soledad, en el arte, en
mi pulsión creativa, en jugar a jugar, a eso dedico mi pasión y mi
intensión. Pero también vivo en el mundo
y no me queda más remedio que hacer lo que se debe hacer para ser la buena hija
del vecino.
¿Qué
hago yo con las confidencias? Nada. Porque las considero innecesarias para hacer
un buen trabajo. Están ahí, flotando en
la nebulosa de mi memoria, pero para nada útil.
Hasta que un día…
¿Cuál es el punto? Que no soy Sherlock,
que utiliza los detalles para deducir la verdad, hacer negocio y vivir de su
inteligencia. Que no soy Watson,
que con empatía escucha para ayudar, el típico doctor que considera los
síntomas para formular un diagnóstico certero. Soy Moriarty, que un día descubre que
con la información ajena se puede hacer malabares en un semáforo. Y no quiero ser Moriarty. Pero el destino es el destino, y mi
opinión no hace mella a lo que debe
ser. ¿Quién dijo que el libre albedrío
entraba en la ecuación? Si ya se
adjudicaron los roles no te queda otra que jugar el papel asignado por el
director de escena. Soy Moriarty, ya entendí.
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