domingo, 16 de diciembre de 2012

MUSEO






“Maldito sea el día en que la curia romana decidió ordenar la restauración de la Capilla Sixtina, utilizando para ello los últimos conocimientos científicos. Maldito sea el florentino, malditas todas las artes, maldita la osadía de no expresar las ideas heréticas con el atrevimiento del hereje y confiárselas en cambio a la piedra caliza, la más asquerosa de todas las rocas, pintándola y mezclándola al buon fresco con colores lascivos. El cardenal Joseph Jellinek alzó la mirada a lo alto de la bóveda, contemplando el lugar donde colgaba un andamiaje cubierto por toldos; todavía podía divisarse a duras penas el cuerpo de Adán señalado por el índice del Creador. Como si se sintiese atemorizado por la diestra poderosa de Dios, el rostro del cardenal se contrajo con un temblor perceptible, que le sacudió la tez varias veces a intervalos irregulares; pues allá arriba, envuelto en rojas vestiduras, se cernía un Dios que nada tenía de clemente, se alzaba un Creador robusto y hermoso, de fuerte musculatura, digna de un gladiador, esparciendo vida a su alrededor. Allí el verbo se había convertido en carne. Desde los tiempos aciagos de Julio II, aquel pontífice de exquisito gusto artístico, ningún papa encontró placer alguno en las pinturas orgiásticas de Michelangelo Buonarroti, cuya postura ante la fe cristiana- y esto fue ya un secreto a voces durante su vida- se caracterizó por la incredulidad, sumándose a esto además el hecho de que componía las imágenes que le dictaba su fantasía, entresacándolas de una mezcolanza extravagante de tradiciones transmitidas por el Antiguo Testamento o que se remontaban a la antigüedad griega, quizá también con elementos incluso de un pasado romano idealizado, lo que para entonces era considerado, llana y simplemente, pecaminoso. El papa Julio II, según se cuenta, se hincó de rodillas y se puso a orar cuando el artista le descubrió por vez primera el fresco de aquel Juez despiadado, ante el que temblaban tanto el bien como el mal, atemorizados por el poder infinito de su sentencia, y se dice también que en cuanto se repuso el pontífice de su ataque de humildad, se enzarzó con Miguel Ángel en violenta disputa en torno al carácter extraño y enigmático, así como a la desnudez de esa representación. Desconcertada por ese simbolismo inescrutable, plagado de insinuaciones y de alusiones neoplatónicas, la curia no encontró más camino que censurar esa aglomeración de carne humana, desnuda y bien rellena; es más, exigió su destrucción, y por encima de todas esas voces de condena se alzó la de Biagio da Cesena, maestro de ceremonias del papa, quién creyó reconocerse en Minos, el juez de los infiernos; tan sólo el veto indignado que opusieron los artistas más significados de Roma impidió que fuesen raspadas las escenas de El Juicio Final. (…) Debida a la mano de Miguel Ángel tan sólo había una representación de Cristo en la bóveda de la Capilla Sixtina, la del Hijo del Hombre en El Juicio Final. (…) ¿Era acaso el Redentor resucitado ese titán musculoso, cuya diestra alzada podría haber derribado de un golpe a cualquier gigante como Goliat, era aquél el Cristo de las enseñanzas y predicaciones de la Iglesia? ¿Era ese héroe homérico la imagen y semejanza de aquel hombre que en el sermón de la Montaña supo encontrar las siguientes palabras de consuelo?: ´Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.` Muchos siglos antes de Miguel Ángel y muchas generaciones después, Nuestro señor Jesucristo había sido representado en la dulzura y la clemencia, con una figura excelsa, intemporal, de aspecto venerable, barbudo y santo. Pero ni siquiera la sedosa luz artificial podía otorgar a ese Cristo –el cardenal se detuvo ante el primer peldaño de la escalerilla que conducía al altar- la más lejana apariencia de un Dios misericordioso, sino todo lo contrario, pues aquel ser miraba con expresión iracunda desde las alturas, con gesto severo, al tiempo que rehuía los ojos de todo aquel que alzase la vista hacia él, presentándose en toda su pujante majestuosidad, rebosante en poderosos músculos, desnudo y hermoso como una deidad griega. Tan sólo su bello aspecto exterior revelaba la divinidad, denotaba la presencia de un Júpiter Tonante, de un Hércules omnipotente, de un Apolo sutil y zalamero… ¿de un Apolo? ¿No presentaba acaso ese Jesucristo un parecido sorprendente con el Apolo de Belvedere, con aquella divinidad de la antigüedad, esculpida en mármol, que otrora, fundida en bronce, había animado con su augusta presencia el ágora ateniense, y que después, por sendas aún desconocidas, encontró el camino para llegar a Roma, antes de que el papa Julio II mandase emplazar la estatua en el patio del pabellón de Belvedere? ¿Jesús convertido en Apolo? ¿Qué clase de travesura impía había puesto en escena Michelangelo Buonarroti?” 

 Philipp Vandenberg, La Conjura Sixtina Grupo Editorial Planeta SAIC/ Booket Buenos Aires, 2006 Pág. 17/18 - 49/50






“No había escapatoria posible. Jamás podría llegar a ser ni siquiera parte del escultor que pretendía ser, si no se preparaba debidamente por medio de la disección, si no estudiaba todos los componentes del cuerpo humano y la función exacta que cada uno de ellos cumplía y cómo alcanzaban sus fines, las interrelaciones que existían entre todas las partes: huesos, sangre, cerebro, músculos, tendones, piel, órganos, intestinos. Las estatuas completas, capaces de ser observadas desde todos los ángulos, tenían que ser eso, completas. Un escultor no podría crear movimientos sin percibir primero su causa; no podría reproducir una tensión, un conflicto, un drama, un esfuerzo o potencia, a no ser que viese todas las fibras y sustancias que originaban esa potencia y ese impulso en movimiento dentro del cuerpo. En una palabra: ¡tenía que aprender anatomía! Pero ¿cómo? (…) El problema no se apartaba un solo instante de su mente. ¿Dónde podría encontrar cadáveres disponibles? Los muertos de las familias ricas eran sepultados en las tumbas familiares; los de las familias de clase media se veían sometidos siempre a los ritos religiosos… ¿Qué cadáveres no tenían a nadie que los reclamase? Únicamente lo de los muy pobres, los que morían sin familia, los mendigos que llenaban los caminos de Italia. Ésos eran llevados a hospitales cuando estaban enfermos. ¿A qué hospitales? A los que pertenecían a las iglesias, donde las camas eran gratuitas. (…) ¡Santo Spirito! Santo Spirito, donde conocía, no solamente al prior sino todos los corredores, la biblioteca, los jardines, el hospital y los claustros. ¿Podría pedirle al prior Bichiellini los cadáveres que nadie reclamase? (…) Llegó al monasterio alrededor de la medianoche. (…) Ante la de la morgue se quedó rígido un instante. Luego insertó la lleve e hizo un lento movimiento hacia la derecha y enseguida hacia la izquierda. Sintió que la pestaña de la cerradura corría. Un instante después había abierto la puerta, se deslizó silenciosamente en la habitación y cerró con llave. En aquel momento, no sabía si le sería posible armarse del valor suficiente para realizar la tarea que tenía ante él. (…) En el centro de la habitación, sobre angostos tablones montados en caballetes de madera y envuelto de pies a cabeza en una sábana, había un cadáver. Miguel Ángel se quedó recostado contra la puerta. (…) Era la primera vez en su vida que se encontraba solo con un muerto en una habitación cerrada y a punto de cometer un acto sacrílego. Sentía un miedo enorme como jamás lo había experimentado en su vida. ¿Quién era la persona que se encontraba allí, tapada completamente por la sábana? ¿Qué encontraría cuando le sacase aquel blanco sudario? Pero reaccionó, mientras se preguntaba: “¿Qué tontería es esta? ¿Qué diferencia puede significar para el muerto todo cuanto le haga? Su cuerpo no va al reino de los cielos, sino su alma. Y yo no tengo la intención de disecar el alma de este pobre hombre.” Algo más tranquilo con aquellos pensamientos, dejó la bolsa en el suelo y buscó un lugar donde colocar la vela. Aquello era de suma importancia para él, no sólo como luz para ver lo que hacía sino como reloj. Porque tenía que estar fuera de la morgue antes de las tres de la madrugada, cuando los monjes que trabajaban en los grandes hornos de panadería del monasterio, en la esquina de la Via Sant´Agostino con la Piazza Santo Spirito, se levantaban para elaborar el pan del día… (…) Pasó mucho tiempo antes de que le fuera posible recoger el cuchillo del suelo, recordar cuanto había leído sobre el cuerpo humano y las ilustraciones que había visto sobre el mismo. Se inclinó sobre el cadáver, helado él también y respirando agitadamente. Luego bajó el cuchillo y practicó su primera incisión, desde el hueso del pecho hasta el empeine. Pero no había ejercido suficiente presión. La piel era sorprendentemente dura. Repitió la operación. Ahora puso más fuerza en su mano y encontró que las sustancia bajo la piel era blanda. La piel se abrió unos cinco centímetros. Se preguntó: “¿Dónde estará la sangre?”, porque ésta no corría. Sintió que se acrecentaba aquella impresión de frio y muerte. Y vio la grasa, blanda, de un color amarillo intenso. (…) Hizo un tajo más profundo para llegar a los músculos, que eran de un color distinto a la piel y la grasa, así como más difíciles de cortar. (…) Sujetó la bolsa de lona bajo un pie del cadáver y colocó la vela a la altura del cuerpo. Todos sus sentidos parecieron despertar de pronto. Los intestinos, que ahora comenzaba a manipular, eran blandos, resbaladizos, movibles. Sintió una aguda punzada en los suyos, como si fueran ellos los apretados en sus manos. Tomó aquella masa, dividiéndola en partes y separándolas para poder mirar mejor. Vio una especie de culebra color gris pálido, transparente, larga, que se enroscaba en numerosas vueltas. Tenía un aspecto superficial de madreperla y brillaba porque estaba ligeramente húmeda, llena de algo que se movió y vació al tocarlo. Su sensación inicial de repugnancia se trocó en excitación. Tomó el cuchillo y comenzó a cortar hacia arriba, desde el extremo inferior de la caja torácica. El cuchillo no era lo bastante fuerte. Probó con la tijera, pero carecía de ángulo a lo largo de las costillas y tuvo que atacarlas una a una. Los huesos eran duros. Era como cortar alambre. De pronto la luz de la vela comenzó a vacilar. ¡Tres horas ya! (…) Puso la bolsa de lona y la vela en el suelo y recogió el sudario del rincón donde lo había colocado. El proceso de envolver el cadáver fue muchísimo más difícil, porque ya no podía ponerlo de costado puesto que todas las vísceras se habrían desparramado por el suelo. (…) Al día siguiente estuvo con fiebre. (…) No podía desprenderse de aquel olor a muerto. (…) A eso de las once de la noche se levantó, se vistió y se fue hacia Santo Spirito; caminaba con cierta dificultad, pues sus piernas se negaban a sostenerlo. No había ningún cadáver en la morgue. Tampoco encontró ninguno la noche siguiente. Pero a la tercera había uno envuelto en su sudario blanco, sobre los tablones…” 

 Irving Stone, La Agonía y el Éxtasis, Emece Editores SA –Diario El País, Madrid 2005 pág 171/180






“El lunes 6 de marzo de 1474, a las cuatro de la madrugada, nació en el castillo de Caprese, emplazado en el territorio de Arezzo, un niño de sexo masculino que recibió en la pila bautismal el nombre de Miguel Ángel. (…) El padre de ese niño que acababa de nacer se llamaba Ludovico de Leonardo de los Buonarroti, podestà de Chiusi y de Caprese, y descendía de los condes de Canosa, una de las antiguas familias de Toscaza. (…) …El buen podestà soñaba para su primogénito un porvenir más brillante, una carrera más ambiciosa, más ilustre: lo destinaba a sucederlo en los empleos civiles. Algún día, su pequeño Miguel Ángel sería podestà, secretario, embajador, quizá gonfaloniere, ¡tan lejos estaba de pensar que acababa de introducir en su familia a un albañil!... como dijera después en su vana cólera. (…) Parece un instinto de los padres ese impulso de forzar a sus hijos a seguir, precisamente, la carrera por la que menos gusto y disposiciones tienen: sed poeta, como Ovidio o Tetrarca, y os quemarán los sesos con el derecho romano a los decretales; sed artista, como Miguel Ángel o Cellini, y os forzarán a aprender el griego o a tocar la flauta. (…) El padre de Buonarroti, con toda su autoridad de podestà, no ofreció sino corta resistencia; aunque también es cierto que no tenía que habérselas con otro menos testarudo que él; pero, después de todo, el pobre hombre no carece de excusas. Todos los niños comienzan por hacer dibujitos al carbón, pero no todos los niños llegan a ser Miguel Ángel. Cuando comprendió que la fatalidad había tomado injerencia y que su desdichado hijo prefería decididamente la brocha al libro y la cuchara a la pluma, resignóse; sin duda con dolor, con malhumor y con algunos arrebatos, pero resignóse. (…) Julio II ascendió al trono de San Pedro. Era un hombre de grandes ambiciones, de carácter de hierro, altivo, inflexible, imperioso, ávido de dominio, impetuoso en su cólera, terrible en sus órdenes, sordo a las respuestas y capaz de aplastar bajo su pie cuanto se opusiera a sus deseos. Un solo trazo pintará al hombre. Cuando el Papa encomendó a Miguel Ángel que hiciera su retrato, dictó su orden en los siguientes términos: -Vas- le dijo a su escultor –a fundirme en bronce una estatua colosal que ubicarás frente al portal de San Petronio; aquí tienes tres mil ducados a cuenta. Cuando tengas necesidad de dinero dirígete directamente a mi. Haz rápidamente tu modelo y trata que él sea digno, al mismo tiempo, de Julio II y de Miguel Ángel. -Tengo pensado mi dibujo- respondió Miguel Ángel -. Vuestra Santidad, con su mano derecha impartirá la bendición, como corresponde, y en su mano izquierda colocaré un libro. -¡Un libro! ¡Un libro!- interrumpió Julio II enfurecido-. ¡Un espada! Por san Pablo, la verdad es que yo nada entiendo de vuestros libros, en cambio la espada es otra cosa y sobre esto desafío a los más hábiles. Pocos días después, yendo al taller del artista para ver cómo adelantaba la obra, dijo sonriéndose: -Todo eso está muy bien pero dime, ¿esa estatua imparte la bendición o la maldición? -Amenaza al pueblo, si éste no se comporta con prudencia- respondió Miguel Ángel. El pueblo no fue prudente y, en efecto, en 1511 destrozó la estatua del Papa. (…) Miguel Ángel, que vivía por costumbre en el más completo aislamiento, ignorando cuanto acababa de suceder en la corte… fue al Vaticano para pedir dinero… Le respondieron que Su Santidad no estaba visible. (…) -Está bien- respondió entonces el artista, indignado-, cuando el Papa mande por mí, le diréis que yo tampoco estoy. Una hora más tarde marchábase a Florencia. Pero Julio II no era hombre de dejar escapar de sus manos a un artista que consideraba como de su pertenencia. Al conocer la respuesta y la fuga de Miguel Ángel, la cólera del Papa hizo explosión. Cinco correos, unos tras otro, partieron al galope para traer al fugitivo. Viendo que los ruegos no surtían efecto alguno, los mensajeros de Julio II pretendieron emplear la fuerza; pero Miguel Ángel saltó sobre sus armas, gritándoles con terrible voz: “¡Si os atrevéis a tocarme, os mato!” Los mensajeros, intimidados, dejaron que Miguel Ángel prosiguiera su camino. El furor del Papa ya no conoció límites. Amenazó asolar a Florencia a sangre y fuego si no le devolvía a su escultor. Soderini recibió tres breves en tres días; el primero prometiendo la amnistía y el perdón del artista; el segundo declarando la guerra a la república; el tercero anunciaba que si Miguel Ángel no se encaminaba a Roma en el plazo de veinticuatro horas, todos los florentinos serían excomulgados. -Te has propuesto perdernos a todos- decía el pobre gonfaloniere temblando de miedo. -¡Ah, ah!- replicaba Miguel Ángel-. ¡Eso le enseñará a prohibirme la entrada! -Pero es que no puedo guardarte aquí, desgraciado. -Bueno, me iré, entonces, a lo del Gran Turco. -¿A lo del Gran Turco? -Sí, estoy seguro que me tratará mejor que el Papa. Por otra parte, tiene deseos de tender un puente desde Constantinopla a Pera y me ha hecho llegar algunas propuestas. -Vete al diablo, si quieres; pero descárgame de la cólera del Papa. Mientras tanto, Julio II, cumpliendo su palabra, avanzaba a la cabeza de un ejército. Había tomado Bolonia y demostraba gran alegría por su victoria. Miguel Ángel, cambiando de pronto de idea, penetró en la ciudad conquistada y se presentó al Papa. Julio II estaba sentado a la mesa en el palacio de los Diez y seis, donde se alojaba provisionalmente, cuando le anunciaron la llegada del escultor. Hizo señas de que lo introdujeran y no pudiendo ya contener su cólera al ver al rebelde, exclamó con voz alterada: -¡Debías venir a nosotros y has esperado que nosotros viniéramos a ti! Miguel Ángel había flexionado una rodilla, pero no obstante esta actitud de sumisión y respeto, se leía en su semblante más orgullo que arrepentimiento; sombrío, mudo, el entrecejo fruncido, parecía decir al Papa: Non homini sed Petro. Todos los testigos de esa escena temblaban por el pobre escultor, pues la impetuosidad del Papa era harto conocida y nadie osaba tomar la palabra. Solamente el cardenal Soderini, digno hermano del gonfaloniere, queriendo conjurar la tormenta, comenzó a presentar las excusas del artista. -Santo Padre, perdonad a este hombre, pues no sabía lo que hacía. Los artistas, si los retiráis de su arte, son así… Si ha pecado ha sido por torpeza, por ignorancia. Julio II ya no pudo contenerse por más tiempo y golpeando con su bastón al cardenal, gritó con voz de trueno: -¡Cómo, infeliz! ¿Te atreves a injuriar a mi escultor? ¡Tú eres el ignorante y el pecador; sal de mi presencia! Y como el pobre prelado, completamente confuso, permanecía allí, inmovilizado por el asombro y el miedo, ordenó exasperado: -Arrojadme a ese indiscreto por la ventana. Los lacayos cumplieron con la ingrata tarea de arrojar a Su Eminencia de la estancia. Como puede apreciarse, los Sorderini carecían de suerte. Esa misma noche Julio II y Miguel Ángel eran los mejores amigos del mundo. Ambos hombres se entendían a las mil maravillas.” 

Alejandro Dumas Pintores del Renacimiento, Editorial Claridad SA Buenos Aires 2008, pág. 9/31







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