martes, 11 de diciembre de 2012




OTRA DIGRESION INTIMA ¿Qué hacer con el apabullante sentimiento del ridículo que nos embarga cuando la buena educación nos hace condescender con todo? Está muy bien respetar a rajatabla la totalidad de las creencias ajenas. Es puntal fundamental de la convivencia y de la amplitud de mente de una persona instruida. En nuestra arrogante convicción de haber sido favorecida con una natural tendencia a la intelectualidad (¡ja!), aceptamos con cortesía todo comentario de aliento venga del credo que venga sin tomarlo demasiado en serio.






     Así recibimos confirmaciones por mensajito de texto de que una de las brujas ya destrabó el hechizo que nos “ata los pies”, mientras telefónicamente nos consuelan piadosamente con la promesa de “ponernos en cadena de oración”. A ambos decimos “gracias” y nos comportamos como si creyéramos en lo mismo, que no vamos a ponernos a discutir con quien, con autentica buena voluntad, nos trata de ayudar. Después vendrá otra "creyente" (vaya uno a saber en qué) con una compleja explicación de la intervención de los santos y una especie de ritual que debe cumplirse durante “la novena de la Virgen” (entiendo que esto involucra al rosario), mientras el brujo de otro nos avisa de poner una estatua del Arcángel Miguel mirando para la puerta. Ya no solo debo averiguar donde se compran las velas negras sino donde se venden arcángeles. Y como hacer para diferenciar a San Miguel de otros entes alados (que simplemente creerle al vendedor santero no me parece suficiente cuando se trata de mi pierna inmóvil). Alguien más opina que tengo que hacer lo que le dijo una vez un pai umbanda cuando algo parecido le pasó: hay que escribir el nombre de la persona que pidió el trabajo en nuestra contra (¡como si yo supiera! Por favor: como si existiera esa persona y si existiera la posibilidad de hacer un “trabajo”), untarlo con miel y enterrarlo en un hormiguero. (Otro ítem para la investigación: donde hallar hormigueros disponibles en la Ciudad de Buenos Aires). Otro me sugirió ponerme paños embebidos en vinagre helado sobre la rodilla (esto no se si es para algún resultado mágico o solo para desinflamar).






     Mi yo racional se concentra en las consultas médicas con renombrados especialistas en la materia, donde científicamente me informan que ya voy a mejorar (tal vez) y que siga con la kinesiología y los ejercicios de recuperación. Que va a llevar tiempo (¿cuánto?) y si no mejoro –lo que se ve que es una opción también-, evaluaremos la necesidad de una cirugía (o sea que la medicina es prueba y error, como todo en esta vida). Mi yo impaciente -luego de maldecir desde el bisabuelo hasta los nietos del médico que con tan certero diagnóstico y pronóstico me despacha tras una consulta de cuatro minutos después de una espera de dos horas (¡y teniendo turno previo obtenido dos semanas antes!)- decide que tal vez probar métodos alternativos no sea tan mala idea. ¿Flores de Bach? ¿Acupuntura? ¿El poder de las runas?






     Y mi yo pacífico propende a la paz, y se consuela con el hecho de poder subir, aunque lento, la escalera y tener cierto acceso a mi biblioteca. No sé como de la nada acabé con una rodilla destrozada y una pierna inmóvil. No sé como sale uno de esta especie de pesadilla irracional donde todo el mundo me da concejos y explicaciones absurdas. Todo se me puso patas para arriba y no logro volver a enfocar la realidad de modo que la entienda. Empiezo a sentirme como la cucaracha de Kafka.








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