Oficialmente ingresamos al solsticio de verano y yo entro en la etapa álgida de mi jolgorio navideño. Es gracioso que siendo la única agnóstica confesa y practicante de mi entorno soy la única que vive estas festividades con auténtico optimismo y buena voluntad para con todo el mundo. Adoro el colorinche y los brillitos y adhiero a todos los íconos y fetiches (salvo el pesebre, que es lo único que no he permitido colarse en mi casa). Arbolito, bolas y muérdago, Papá Noel y los renos de Santa Claus, cascabeles, velas, cintas y pompones, falsa nieve, guirnaldas y lucecitas intermitentes. Soy afecta a decorar la mesa aun cuando no reciba a nadie, y si viene gente es un despilfarro alegórico que, sospecho, agobia un poco a las visitas.
Pero estoy segura que más que mi exceso decorativo lo que se torna insoportable en mí es la evidencia de que realmente la estoy pasando bien. Es políticamente correcto fastidiarse de las fiestas de fin de año, considerarlas un mero recurso comercial, una invasión cultural extranjerizante (la seudo faraona proclamó por decreto que nos gustan más los Reyes Magos que Papá Noel), y que en realidad todos preferirían tratar el asunto como un día más solos es sus casas. Que siempre son para peleas las reuniones familiares, que uno la pasa con gente que no soporta, que se come demasiado un montón de porquerías que siempre caen mal y que, ¡para colmo!, después hay que limpiar.
Será consecuencia directa de mi temperamento huraño y mi solitaria existencia habitual que el juntarme con gente un par de días al año me vaya muy bien y que no llegue a molestarme particularmente nadie. Que tomo la reunión como lo que es: una reunión social, que la cortesía y la cordialidad es una obligación normal de una persona bien educada y que ya que el amontonamiento me es algo excepcional en estas fechas lo acepto gustosa y propensa al disfrute.
-No mientas- se mete una de mis voces. –Si se supone que esto lo escribís para vos misma al menos sé honesta. Reconocé que sos sádica. Que lo que te complace es ver el disgusto en todos los demás, sobre todo en esas personas que no pueden criticarte nada porque tus alardes de anfitriona perfecta los apabullan tanto que ni pueden respirar. Saben que los odias pero no les das chance de que pesquen evidencia que lo corrobore para poder acusarte con pruebas después. Los torturas abiertamente, no les das margen de escape y contemplas satisfecha sus elocuentes expresiones de dolor. Eso es lo que te gusta de las fiestas.
No. Nada que ver. Odiar a alguien es un exceso de energía que jamás desperdiciaría en quien no vale la pena.
-Los pone en la obligación de soportar su estúpida alegría- comenta la voz de anteojos, la que sospecho también odia la Navidad. No me habla a mi, obviamente, sino que me analiza con las otras, ignorándome por insignificante. – Y a nadie le agrada la alegría ajena. Máxime cuando te obligan a aguantar esa tonelada de cliches de las que hace gala, tanto papá Noel, tanto renito, tanta pelotudés. Te decora todo, desde la mesa hasta el baño, y vos terminás con brillantina en la cabeza. ¿Cómo conservar la dignidad del gesto de reprobación permanente a las tradiciones de la masa en ese contexto? No podés ser superior cuando te emborracha con clericot y te pone una serpentina de bufanda. Insufrible. Vulgarmente cursi. Una ofensa al mínimo buen gusto.
Infamia. El baño no lo decoro. El poner una toalla roja no es más que ser alegórico. Y los jaboncitos colorado y verde con un pequeño brillito son una monada, pero se pueden usar. Y no se te pega la brillantina a menos que te los pases para el pelo, lo que supongo que nadie sobrio hace.
-Es un poco densa- dice conciliadora la voz rubia. –Y da un poco de calor tanto gorro y tanta bufanda que cuelgan por todos lados cuando uno apenas soporta el clima en ropa interior. Y de verdad la profusión de botas me hacen doler los pies de solo pensar en ellas con treinta y cinco grados de calor. Pero en conjunto tanto color y tanto alcohol no es mala manera de atravesar una tradición social un poco deprimente.
-Lo que molesta es su buen humor-insiste la de anteojos-. ¡Nadie normal de más de cinco años es feliz en Navidad! Uno bebe abundantemente sólo para pasar de largo estas dos semanas y arrancar enero en la nebulosa del olvido. ¡Ella no tiene derecho a perpetuarte el sufrimiento con las fotos del evento en marquitos de paño lenci con gorritos y barras de caramelo! Ella es peor que la Inquisición.
Es probable que, como siempre, mis voces tengan algo de razón. Sé que no a todo el mundo le divierte como a mi estas fechas, que están aguantando la respiración hasta que pasen. Pero yo me divierto y es -¡nadie lo puede negar!- una diversión inofensiva. No he sabido de nadie que haya muerto por exceso de espíritu navideño.
Todavía.
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