miércoles, 13 de marzo de 2013




     Siempre me empeciné en considerarme (o aspirar a ser) pintora. Cuando decidí conscientemente que lo único que realmente quería era pintar (hace más de treinta años) dí por hecho que dibujar no era algo que me interesase demasiado.- Dibujar era algo normal, ¿no? Algo que todo el mundo hace, que cualquiera puede hacer. Algo que no tiene gracia ni mérito. 

      Lo valioso, lo “en serio” es pintar. Y contra esa meta me dirigí con mi tozudez característica. Pasaron muchos años en lo que traté de mostrar mis pinturas pese a que lo único que obtenía eran severísimas y defenestrantes críticas (todas ellas justas, a que negarlo: yo pintaba realmente muy mal). Y también por esos tiempos me aconsejaban (ahora sé que con honestidad y buena intensión) que me dedicara al dibujo. ¡Que ofensa! ¡Que atropello! ¿Dibujar? ¿Pero cómo se atreven? Yo era una “pintora” (aunque pintara espantosamente mal).




 



    Recién en 1994 y ante la insistencia insoportable de alguien aun más obcecado que yo, acepté hacer un dibujo (El Inmortal) para presentar en un certamen en México. Finalmente, el dibujo no viajó al evento y yo comencé la serie Borgeana. Descubrí (acepté al fin) lo increíblemente placentero que me era dibujar, lo adecuado que era ese medio a mi manera de entender el mundo, y a partir de ahí, al relajarme ante mi propia realidad, empecé a pintar con un poco más de gracia.




 


      ¿A que viene esto? A que de vuelta estaba negándome a dibujar por estar ocupada en cualquier otra cosa (mixturas experimentales, interviniendo con fuego trabajos en papel, probando cuanta porquería nueva sale al mercado) y dejando mi cajita con lápices 2B, 3B y 5B (los únicos números que uso) abandonados en un rincón. 

      Hace unos días alguien me remitió la convocatoria de un certamen internacional de dibujo que se celebrará en Barcelona. Recalcan dibujo tradicional en lápiz o tinta, pero sólo dos colores. Nada de variaciones. Monocromático. Y consideré la posibilidad de volver, simplemente, a dibujar. Y como aquella primera vez, empecé esbozando un retrato de Borges. Y como antes, la vorágine de imágenes se me agolparon en malón y me encuentro sumergida en una maraña de “antiguos dioses que no saben hablar” delineando un Ragnarök en blanco y negro, en escrupuloso dibujo tradicional, tal como el maravilloso cuento de Borges me lo prefiguró en el comienzo de mi interés en el Ocaso de los dioses.

     Y una cosa lleva a la otra y de pronto me siento delimitando definitivamente la serie Ragnarök: el dibujo iniciático como anuncio de lo que será, reproducido en la tapa del catálogo-reseña- donde se deslizan (con sus textos compilados de variada lectura) La Santa Inquisición I y La Santa Inquisición II – La Cruzada Albigense. Prisionera del Catecismo y Lilith. Mi tótem. Y dos largas columnas con mis listas de Angeles y Demonios (que estoy confeccionando con confetti de papel de diario). Y un laberinto armado con mis dibujos plagiarios de las iluminaciones de los Beatos y miniaturas medievales. Lo visualizo todo junto, montado en un espacio austero pero luminoso. Siento, fisicamente, que ya es hora de empezar a planear mostrarlo todo junto. Puede que más no sea otro brote y se me pase pronto. Puede que empiece a buscar sala –a mi exclusivo costo y riesgo- para exhibir mi Ragnarök. O puede que simplemente el entusiasmo se derive de este goce de volver a dibujar y, en breve, se me pase cuando ya esté interesada (fanáticamente) en otra cosa.



 


P.D. Acabo de regresar de la calle y me sorprende la noticia de que Bergoglio fue elegido papa. ¿Bergoglio? ¿Papa? Nuestra faraona local (su archienemiga pública) debe estar suturándose las venas que se acaba de cortar. Realmente es una sorpresa. Un auténtico Ragnarök para algunos compatriotas (K).








 

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