Una joven
estudiante de artes visuales de un terciario de zona sur me consultó por mi
colaboración para un trabajo práctico encomendado por uno de sus profesores. Debía investigar sobre técnicas no convencionales
o mixturas modernas, el entrecruzamiento de disciplinas, o algo así. Ella me conocía porque yo le había hecho a
una de sus hermanas mayores, hace años, la carpeta de presentación para aprobar
una materia de magisterio con especialización en arte, lo que hice con gusto y por amistad.
Así que
pasó un rato una de estas tardes, y yo le mostré con aspiración didáctica en lo que estaba trabajando. Un dibujo con portamina sobre una hoja de
papel canson Nro. 6, que después quemé (“intervine
con fuego”, que queda más culturoso y acorde a los cánones lingüísticos
actuales), pegué sobre un pedazo de
papel artesanal de color hecho al estilo batik, y seguí trabajando con lapiceras de gel,
un poco de grafito de color y acrílico blanco.
Creí
estar dándole letra para que redactara su trabajo, dejándole tomar fotos del
cachivacherío de mi taller para ilustrar.
De hecho, tomando otro dibujo a medio hacer, me puse a “intervenirlo”
con un pequeño encendedor, para que viera en vivo el proceso, y casi le da
un ataque de nervios. Me costó entender
qué la asustaba a esos extremos. La llamita sobre el papel enciende rápido pero
se apaga fácil con el agua. Explico: yo
hago esto en la pileta que hay en mi taller, encendiendo el papel en paralelo al chorro
de agua de la canilla abierta. Voy
controlando el derrotero del fuego con la aproximación al agua y el concreto
salpicado que apaga. Estoy tan acostumbrada
a hacerlo que no veo el más mínimo peligro en este juego. Tardé en comprender que lo que la espantaba
era la cantidad de productos que apilo sobre la mesada al lado de la pileta: latas
de pintura acrílica y barnices, spray de pelo y laca en aerosol, una enorme
botella de plástico con kerosene, y siguen las firmas. Bueno, sí, en teoría puede ser peligroso…
Dudo que
ella se quedara con otra convicción que la de mi escasa cordura, en mi leve
inclinación suicida que es del todo infundada.
Quise que comprendiera el grado de albur que otorga el fuego,
ingobernable, caprichoso; en la fragilidad del papel y en el poderío de la pintura
que auna, engaña y potencia. En ese real
“tierra sombra quemada” que tiñe los bordes incinerados, en ese
aspecto de supervivencia que queda en la obra en general. En lo divertido que es hacerlo. En la
imposibilidad material de plagio que hace ese trabajo absolutamente único e
irrepetible. Pero, insisto, sólo va a
recordar que casi me prendo a lo bonzo por jugar imprudentemente con fuego. No me logro hacer entender.
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