sábado, 4 de junio de 2016





     Una joven estudiante de artes visuales de un terciario de zona sur me consultó por mi colaboración para un trabajo práctico encomendado por uno de sus profesores.  Debía investigar sobre técnicas no convencionales o mixturas modernas, el entrecruzamiento de disciplinas, o algo así.  Ella me conocía porque yo le había hecho a una de sus hermanas mayores, hace años, la carpeta de presentación para aprobar una materia de magisterio con especialización en arte, lo que hice con gusto y por amistad. 

     Así que pasó un rato una de estas tardes, y yo le mostré con aspiración didáctica en  lo que estaba trabajando.  Un dibujo con portamina sobre una hoja de papel canson Nro. 6, que después quemé (“intervine con fuego”, que queda más culturoso y acorde a los cánones lingüísticos actuales),  pegué sobre un pedazo de papel artesanal de color hecho al estilo batik, y seguí trabajando con lapiceras de gel, un poco de grafito de color y acrílico blanco.




     Creí estar dándole letra para que redactara su trabajo, dejándole tomar fotos del cachivacherío de mi taller para ilustrar.  De hecho, tomando otro dibujo a medio hacer, me puse a “intervenirlo” con un pequeño encendedor, para que viera en vivo el proceso, y casi le da un ataque de nervios.  Me costó entender qué la asustaba a esos extremos. La llamita sobre el papel enciende rápido pero se apaga fácil con el agua.  Explico: yo hago esto en la pileta que hay en mi taller, encendiendo el papel en paralelo al chorro de agua de la canilla abierta.  Voy controlando el derrotero del fuego con la aproximación al agua y el concreto salpicado que apaga.  Estoy tan acostumbrada a hacerlo que no veo el más mínimo peligro en este juego.  Tardé en comprender que lo que la espantaba era la cantidad de productos que apilo sobre la mesada al lado de la pileta: latas de pintura acrílica y barnices, spray de pelo y laca en aerosol, una enorme botella de plástico con kerosene, y siguen las firmas.  Bueno, sí, en teoría puede ser peligroso… 




     Dudo que ella se quedara con otra convicción que la de mi escasa cordura, en mi leve inclinación suicida que es del todo infundada.  Quise que comprendiera el grado de albur que otorga el fuego, ingobernable, caprichoso; en la fragilidad del papel y en el poderío de la pintura que auna, engaña y potencia.  En ese real “tierra sombra quemada”   que tiñe los bordes incinerados, en ese aspecto de supervivencia que queda en la obra en general.  En lo divertido que es hacerlo.   En la imposibilidad material de plagio que hace ese trabajo absolutamente único e irrepetible.  Pero, insisto, sólo va a recordar que casi me prendo a lo bonzo por jugar imprudentemente con fuego.  No me logro hacer entender.








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