“Como
suele decirse que los genios son personas generalmente anormales –lo que
constituye, en realidad, una descarada tentativa de probar la coartada
permanente para todo servicio-, muchos anormales han creído que vale concluir
de ello que los anormales son personas geniales. No se trata de un alarde de vanidad,
ciertamente, sino de un tic psicológico que podría definirse como el guiño de
la estupidez; ese viejo pecado contra el Verbo, cuya forma más común es el
aplomo similculto de la ignorancia.
Porque así como el Diablo es la “mona de Dios”, los intelectuales a sola
firma son las “monas de la cultura”. De
aquí que muchos desdeñados amantes de las letras, huérfanos de criterio propio,
se horroricen hasta el histerismo ante la sospechada presencia de lugares
comunes; precisamente porque son incapaces de entender que los lugares comunes
son la esencia de todo discurso… Y que
sólo los hombres de talento se atreven a recogerlos.
Yehuda
Hartnett podía ser considerado un anormal, puesto que desde niño había aspirado
a la precocidad; no sólo había aspirado a ella, sino que la había fingido. No sólo la había fingido cuando niño, sino
que la seguía fingiendo ya adulto. Y si
es verdad que la precocidad es un riesgo terrible –que muy pocos atacados
pueden salvar-, la precocidad ortopédica es ya la hipertrofia de la tontería
asegurada. Yehuda Hartnett estaba tan
resuelto a ser niño-prodigio, como algunos de sus compañeros a jugar en el
equipo de fútbol del colegio. Tenía de
la inteligencia esa turbia idea que lleva a considerar a las palabras difíciles
como la suprema gala del estilo literario; de aquí que sus composiciones
escolares fueran la tortura de sus maestros, con aquel demente escribir “pigricia”
por “pereza, “tirocinio” por “aprendizaje”, “estremuloso” por “asombrado”, o “sicofante”
por “calumniador”, por no citar más siniestros desórdenes de su prosa
infantil. En Oxford llegó a ser el
supremo deleite de sus compañeros, que no se perdían clase o acto público en
que el estirado y anteojudo “joven tribuno” hacía abuso de la palabra. Fiel a su “simulación del talento”, apenas
licenciado se creyó obligado a concebir su propia doctrina filosófica –el yoprimerismo- que era una especie de ampliación en camelo del siempre vigente “el
que venga atrás que arree”.
Escrupulosamente fracasado en todas sus aventuras prointelectuales,
alcanzó los treinta años de su edad en plena “niñez-prodigiosa”, y sólo
abandonó los pantaloncitos-cortos-de-terciopelo-mentales cuando la realidad le hizo comprender
cuánta razón tenía San Pablo al afirmar que “el que no trabaja no debe comer”. Naturalmente, se dedicó a los negocios; y
como empezó a actuar entre gente que tenía de la cultura una idea
conmovedoramente remota, hizo una carrera meteórica.”
Abel
Mateo, El Asesino Vanidoso – El Asesino
cuenta el cuento El Triángulo Verde, Buenos Aires 1955,
página 97/98.-
A estas
alturas y ante el persistente silencio de radio -pese a mis reiterados mails de
consulta-, debo aceptar que todo aquel asunto de Thiers ha sido un fiasco.
Adiós mi camperita de jean intervenida (y adiós
al dinero remitido en concepto de arancel por la participación en el evento).
¿Somos los
artistas periféricos, autofinanciados y sin estructura de sostén, materia predispuesta para el abuso y la estafa? Evidentemente. Jugamos de buena fe, carecemos de los medios
para actuar solos, y ante la necesidad de sumarnos a proyectos de otros esos
otros muchas veces se aprovechan de la situación. Triste pero real.
¿Qué vamos a hacer en consecuencia? ¿Mandar carta documento? ¿Emplazar bajo amenaza de juicio la
devolución de la obra y del dinero?
Debería, sendas constancias de remisión las tengo en mi poder. Pero, en casa de herrero cuchillo de palo y los
lugares comunes sí lo son por puramente ciertos. Una mancha más al tigre y una nueva decepción
a mi colección. Un nombre más para agregar a
la lista de personas en las que me vedo volver a interactuar...
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