No es
bueno tomar decisiones estando enojada.
¿Es mejor tomarlas estando aburrida?
El tercer estadio debe ser la indiferencia y quizá ahí, sí, el momento
óptimo para las elecciones definitivas.
Aunque uno
se lleve bien con el rol de espectador y deje el centro de la escena a esas
personas a las que les encanta llamar la atención (y eventualmente filar el
ridículo) todo el tiempo, no necesariamente significa que hemos renunciado al
derecho de tener opinión propia. Podemos
ceder el protagonismo pero no renunciamos a ser personas. Y cuando nuestra amable pasividad se toma por
servilismo amorfo de séquito obediente, bueno, uno primero se enoja, después se
aburre y al final los destierra a todos al páramo de la nada que se extiende
por afuera de nuestras vidas.
Tal vez
peco de poco práctica, de cero diplomacia, de imprudente ser con principios y
códigos éticos. Es probable. Seguramente me convenga más mantenerme del
lado de personas “bien relacionadas”,
con “contactos convenientes”, “posicionadas en el medio”, soportándolas
con estoicismo a la eventual espera de sacar alguna vez algún beneficio de su
insufrible compañía. Pero me temo que no
me alcanza ni la paciencia ni la buena educación para soportarlos. Se los agradezco, pero no.
Seamos
realistas: ni tengo grandes aspiraciones ni tendría chances de alcanzarlas si
realmente las tuviera. Lo mío ha sido
siempre la periferia, el medio pelo, la marginalidad indecisa. Me conformo con poco, con ser quién soy sin
pedir permisos ni disculpas. Sigan con
lo suyo, yo me voy.
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