domingo, 28 de agosto de 2016




     Supongamos por un momento que un artista, cualquiera, dedica su vida a crear según la opinión de los demás.  Sigue el criterio del crítico de moda, enfant terrible algo envejecido y gordo, que destroza sin piedad pero con gracia cualquier cosa que haga quién sea:  todo lo hacen mal, nadie sabe nada, el único preclaro es él –aunque jamás diga qué le gusta, limitándose al defenestramiento genérico-.  Movido por el acatamiento a la voz despiadada del crítico sarcástico y eternamente insatisfecho, probablemente el artista no haga nada, así evita desatar la voz burlona y lapidaria de su mentor de turno. 

     Tal vez, cuando sea el turno del crítico clásico y formalista, se pondrá a imitar estilos de los que jamás estuvo a la altura; y cuando llegue el momento de arribar al podio al crítico amante de lo conceptual, el artista olvide que alguna vez dibujó para dedicarse al mero amontonamiento intelectualoide y a la postura críptica y desganada.




    Paralelamente, el artista podrá también dejarse guiar por los curadores iluminados por el poder, esos que hoy tienen las llaves de las salas y los museos donde se cocinan las cosas.  Esos curadores, sabios de toda sabiduría y los únicos con posibilidad de tener un espacio seguro donde colgar, son los que dicen de qué va hoy la cosa.  El artista, si quiere mostrar su trabajo al público, deberá ajustar su obra a lo que los curadores quieren hoy.  Así, pues, con inteligente practicidad, el artista hará no lo que quiere, lo que puede o lo que necesita hacer, sino lo que el curador dice que esta temporada se usa.

    Y como también hay que comer, el artista deberá ajustar su obra a lo que el art dealer mejor conectado dice que se está vendiendo.  Hoy sale el minimalismo, dibujar un escueto gorrioncito en el centro del bastidor y dejar el entorno en blanco.  Un poco de color en el pico, dale un toque de luz en el ojo, no más.  Las medidas que ronden el  30X30, que entre en la cartera.  Vendamos obritas al costo de una revista, vendamos al “nuevo coleccionista”, vendamos como quien vende un caracol pintado “Recuerdo de Pehuajó”.




     Supongamos que uno se dedica a crear (esa acción otrora considerada íntima, privada, auténtica) conforme las pautas que le dan el crítico, el curador y el art dealer.  Especie de multiple-choice donde cubrimos todos los cuadraditos de los requisitos exigidos para catalogar como artista de moda- artista conocido- artista que vende.  Supongamos que nos dedicamos a hacer todo de manera de dejarlos contentos a ellos, a los críticos, curados y dealers.  Supongamos que nos acostumbramos a semejante impostura, mutante en el tiempo conforme las modas y a los “influencers” de turno.  Supongamos.  Y entonces ¿qué? 


     Hubo un tiempo que ser artista implicaba un compromiso con la libertad, con la identidad, con aceptar ser a pesar de todo y de todos.  Hubo un tiempo que ser artista era estar solo, pagando el precio de cierto apartamiento del mundo para resguarda la autenticidad de la obra.  Hubo un tiempo.  Hubo.  Ya no hay nada.  








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