Ignoro por donde iba la conversación. Él llevaba hablando largo rato y yo me
limitaba a mi mejor expresión de atento interés mientras mentalmente cronometraba
las dos docenas de cosas que tenía que hacer, organizándolas para que pudieran
concretarse en los próximos veinte minutos.
Entonces me citó el precedente british
de “mi
casa es mi castillo” como conclusión contundente a lo que fuera que me
estaba explicando. Sonreí, asentí con la cabeza confirmando su acierto y
me apuré a darle un beso de despedida mientras salía disparada en otra
dirección a ocuparme de mi millón de pendientes.
Pero me
quedó repiqueteando en la cabeza. Mi casa es mi castillo. O, en lo personal, mi casa es mi taller. He ido invadiendo cada rincón de la casa por
pura necesidad, por carecer de un espacio definido y exclusivo donde amontonar
mis bártulos. Y ya no se trata de que
demasiado pronto voy a tener que asumir que no hay más lugar, que algunos
proyectos (tan básicos como enmarcar obra)
van a ser materialmente imposibles de llevar a cabo. Lo grave es que tampoco puedo mostrar mi obra
a algún circunstancial interesado, porque es muy poco serio hacer una recorrida
deshilvanada por baños y dormitorios para ir exhibiendo partes de una serie por
aquí, partes por allá. Ni casa, ni
castillo, ni taller.
Pero como corresponde a mi espíritu veleta, enseguida
me pregunto si el desordenado amontonamiento en el que vivo no es mi entorno
necesario. Si podría trabajar lejos de
mis libros, de mis cachivaches experimentales, de esas obras mías-mías, de esas
que hice exclusivamente para mi disfrute privado o que terminaron por esas
vueltas de la vida siendo tan íntimas que nunca voy a poder separarme de
ellas. ¿Puedo pintar en otro lugar que
no sea mi cocina, incómoda y torcida en una punta de la mesada, pero cálida
junto a la hornalla donde mantengo la pava al rescoldo –porque el mate
lavado es parte esencial de proceso creativo-?
¿Puedo ser yo fuera del lugar que más me define, alejada del alboroto
colorido, recargado y lúdico de mi castillo?
El hombre y su circunstancia, el artista y su revoltijo. La pura lógica del desorden: porque siempre antes de la creación fue el
caos (¡la excusa perfecta!). Además, en el estado actual de mi economía, la posibilidad de poder costearme un lugar extra es cada
vez es más improbable...
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