El saber popular lo consagra: todos
somos víctimas de nuestros propios demonios y creamos nuestros propios
infiernos.
Mi
demonio es el Satanás de la Basura y
la eterna dispersión mi infierno personal.
¿No se supone que estás trabajando en otra cosa? Sí, estoy, pero… ¿cómo resistirse a una caja
de frutillas? Literalmente, una caja de
frutillas. Y esas cajitas rectangulares
tan vistosas de las cápsulas de café gourmet y esos recipientes de plástico
donde me venden la ensalada caesar en la estación de servicio. Suena extraño –muy extraño- pero es así.
Y le
agrego una máscara de plástico sobre el cajerío y arremeto con la cartapesta. ¿Para qué?
Para no tirar la caja de frutillas, obviamente. Es que cuando la miro veo toda la composición
final que posibilita mi exuberante imaginación (se diagnostica como episodios alucinatorios y se puede medicar, lo tengo claro,
pero mi fobia a los médicos me autoriza a tildarlo de inspiración creativa).
Y los
contenedores de ensalada piden cuernos imponentes y me desparramo. El conjunto exige
expandirse en todas direcciones, multitud de planos divergentes que
broten de mi caja de frutillas y se lancen a las infinitas posibilidades del papel, y el cartón, y las
cintas y, seguramente, los cascabeles.
¿Y dónde vas a meter semejante armatoste? Ni idea. Pero no puedo evitarlo. Mi infierno está atiborrado de enormes cachivaches
coloridos que no sirven para nada.
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