“La noche de la matanza parisina me quedé
pegado a la televisión, igual que muchas otras personas. Como conocía bien el mapa de París, intentaba
entender dónde se estaban desarrollando los acontecimientos, y calculaba si en
los aledaños vivía algún amigo, lo alejado que estaban esos lugares de mi
editorial, o del restaurante adonde voy habitualmente. Me tranquilizaba al pensar que estaban lejos,
todos en la orilla derecha, mientras que mi personal universo parisino está en
la orilla izquierda.
Eso no disminuía el horror y la
consternación, pero era como saber que no te habías montado en el avión que
acababa de estrellarse quién sabía dónde. (…)
Aun
así, empecé a experimentar un vago malestar cuando me dije que ese nombre,
Bataclan, me sonaba de algo. Por fin me
acordé: fue allí, en efecto, donde hace casi diez años se presentó una novela
mía con un maravilloso concierto de Gianni Coscia y Renato Sellani. Así, era un lugar donde yo había estado y
donde aún podría estar. Luego –bueno, no
luego, sino casi inmediatamente- reconocí
la dirección de boulevard Richard Lenoir: ¡era donde vivía el comisario
Maigret!
Me
dirán que ante acontecimientos tan espantosamente “reales” no es lícito que
entre en escena el imaginario. Pero
no. Y esto explica por qué la matanza
parisina tocó el corazón de todos nosotros, aunque hayan acaecido tremendas
matanzas en otras ciudades del mundo.
Resulta que París es la patria de muchísimos de nosotros precisamente porque
en nuestra memoria se funden la ciudad real y la ciudad imaginaria, como si
ambas nos pertenecieran, o hubiéramos vivido en ambas.
(…) Hemos vivido el París liberado en las
pantallas con ¿Arde
París?, (…) revivimos el universo de
Édith Piaf, aunque nunca la conocimos; y tal y como lo sabemos todo de la rue
Lepic porque nos lo contó Yves Montand.
Paseamos en la realidad a lo largo de las
orillas del Sena, deteniéndonos ante los puestos de los bouquinistes, pero también en ese caso revivimos muchos paseos románticos sobre los
que hemos leído y, mirando Notre-Dame de lejos, no podemos dejar de pensar en
Quasimodo o en Esmeralda. Pertenece a
nuestra memoria el París del duelo de los mosqueteros en los Carmelitas Descalzos,
el París de las cortesanas de Balzac, el París de Lucien de Rumbempré y de
Rastignac, de Bel Ami, de Fréderic Moreau y madame Arnoux, de Gavroche en las
barricadas, de Swann y de Odette de Crécy.
Nuestro
París “verdadero” es (ya solo imaginado) el de Montmartre en los tiempos de
Picasso y Modigliani, o de Maurice Chevalier, y añadámosle también Un americano
en París de Gershwin y su dulzona pero
memorable evocación con Gene Kelly y Leslie Caron, y también el París de
Fantomas huyendo por las cloacas y, cabalmente, el del comisario Maigret, con
quién hemos vivido todas sus nieblas, todos sus bistrots, todas sus noches en el Quai des Orfevres.
Debemos
reconocer que mucho de lo que hemos entendido sobre la vida y sobe la sociedad,
sobre el amor y la muerte, nos las ha enseñado este París imaginario, ficticio
y aun así tan real. Y por la tanto han
herido nuestro hogar, un hogar en el que hemos vivido más tiempo que en nuestro
domicilio. (…) ” Nuestro Paris – 2015
Umberto
Eco,
De
la estupidez a la locura, Lumen – Penguin Random House Grupo Editorial
SA, Buenos Aires 2016, páginas 255/257.-
Recordé
este texto hace un par de días, cuando el ataque en el Carrusel del Louvre. Y también me vino a la cabeza lo que solía
decir Victoria Ocampo: para que
intentar escribir, si otros ya lo han dicho tan bien y tan ajustado a nuestros
propios sentimientos. Yo agregaría,
claro, el París del Péndulo
de Foucault, que Eco omitió
supongo por modestia o por no vislumbrar lo mucho que contribuyó al universo
imaginario de sus lectores. Parafraseando
a Borges: no hay destino más grato
que el de lector. Ni consuelo mayor en estos días tan tristes...
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