lunes, 6 de febrero de 2017




     “La noche de la matanza parisina me quedé pegado a la televisión, igual que muchas otras personas.  Como conocía bien el mapa de París, intentaba entender dónde se estaban desarrollando los acontecimientos, y calculaba si en los aledaños vivía algún amigo, lo alejado que estaban esos lugares de mi editorial, o del restaurante adonde voy habitualmente.  Me tranquilizaba al pensar que estaban lejos, todos en la orilla derecha, mientras que mi personal universo parisino está en la orilla izquierda.
     Eso no disminuía el horror y la consternación, pero era como saber que no te habías montado en el avión que acababa de estrellarse quién sabía dónde. (…)
     Aun así, empecé a experimentar un vago malestar cuando me dije que ese nombre, Bataclan, me sonaba de algo.  Por fin me acordé: fue allí, en efecto, donde hace casi diez años se presentó una novela mía con un maravilloso concierto de Gianni Coscia y Renato Sellani.  Así, era un lugar donde yo había estado y donde aún podría estar.  Luego –bueno, no luego, sino casi inmediatamente-  reconocí la dirección de boulevard Richard Lenoir: ¡era donde vivía el comisario Maigret!
     Me dirán que ante acontecimientos tan espantosamente “reales” no es lícito que entre en escena el imaginario.  Pero no.  Y esto explica por qué la matanza parisina tocó el corazón de todos nosotros, aunque hayan acaecido tremendas matanzas en otras ciudades del mundo.  Resulta que París es la patria de muchísimos de nosotros precisamente porque en nuestra memoria se funden la ciudad real y la ciudad imaginaria, como si ambas nos pertenecieran, o hubiéramos vivido en ambas.
     (…) Hemos vivido el París liberado en las pantallas con ¿Arde París?, (…) revivimos el universo de Édith Piaf, aunque nunca la conocimos; y tal y como lo sabemos todo de la rue Lepic porque nos lo contó Yves Montand.
    Paseamos en la realidad a lo largo de las orillas del Sena, deteniéndonos ante los puestos de los bouquinistes, pero también en ese caso revivimos muchos paseos románticos sobre los que hemos leído y, mirando Notre-Dame de lejos, no podemos dejar de pensar en Quasimodo o en Esmeralda.  Pertenece a nuestra memoria el París del duelo de los mosqueteros en los Carmelitas Descalzos, el París de las cortesanas de Balzac, el París de Lucien de Rumbempré y de Rastignac, de Bel Ami, de Fréderic Moreau y madame Arnoux, de Gavroche en las barricadas, de Swann y de Odette de Crécy.
     Nuestro París “verdadero” es (ya solo imaginado) el de Montmartre en los tiempos de Picasso y Modigliani, o de Maurice Chevalier, y añadámosle también Un americano en París de Gershwin y su dulzona pero memorable evocación con Gene Kelly y Leslie Caron, y también el París de Fantomas huyendo por las cloacas y, cabalmente, el del comisario Maigret, con quién hemos vivido todas sus nieblas, todos sus bistrots, todas sus noches en el Quai des Orfevres.
     Debemos reconocer que mucho de lo que hemos entendido sobre la vida y sobe la sociedad, sobre el amor y la muerte, nos las ha enseñado este París imaginario, ficticio y aun así tan real.  Y por la tanto han herido nuestro hogar, un hogar en el que hemos vivido más tiempo que en nuestro domicilio. (…) ”  Nuestro Paris – 2015

Umberto Eco, De la estupidez a la locura, Lumen – Penguin Random House Grupo Editorial SA, Buenos Aires 2016, páginas 255/257.-







     Recordé este texto hace un par de días, cuando el ataque en el Carrusel del Louvre.  Y también me vino a la cabeza lo que solía decir Victoria Ocampo: para que intentar escribir, si otros ya lo han dicho tan bien y tan ajustado a nuestros propios sentimientos.  Yo agregaría, claro, el París del Péndulo de Foucault, que Eco omitió supongo por modestia o por no vislumbrar lo mucho que contribuyó al universo imaginario de sus lectores.  Parafraseando a Borges: no hay destino más grato que el de lector.  Ni consuelo mayor en estos días tan tristes...










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