Tal vez
todo en la vida se reduzca a contar (buenas) historias. Aun cuando uno esté haciendo una obra puramente
visual.
El artista como narrador en imágenes,
logrando que los huecos del relato los complete el color, el juego de líneas,
el modo de realizar la puesta para que la misma recorrida lleve al espectador
por la línea argumental propuesta por el creador.
Pero si
es así, ¿cómo puede un extraño –el curador,
el galerista- disponer que la obra llegue al receptor sin desarmar el
argumento original? Lo lógico sería
suponer que el curador o galerista tiene un estrecho vínculo con el artista que
le permite conocer la historia que se está contando, y que su prioridad es el más absoluto respeto (por la obra, por el artista y por la historia que éste cuenta). Pero todos sabemos que no es así. El galerista es un tendero y el curador
alguien que divaga según las modas.
¿Entonces?
Esto se
llama “cómo ganar más enemigos de los que uno necesita”. Es imposible insertarse exitosamente en el
mercado sin el padrinazgo de una de las galerías importantes, me dicen. Con los capitostes del mercado de tu lado
puede que llegues a algún lado, si te los ponés en contra olvídate de existir. Seguramente.
Pero que le voy a hacer. Si esto
fuera un negocio me iría a la quiebra antes de levantar la cortina. Pero no es un negocio, se supone que es
arte. Y entonces, quién sabe…
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