Hoy estuve
pintando al óleo en caballete. No es
algo que haga con frecuencia, pero cuando reincido revivo el profundo placer de
esta técnica en esta modalidad. Me gusta
mucho el óleo y me gusta mucho trabajar en caballete, ¿entonces, por qué lo hago
tan poco? Porque requiere, básicamente,
espacio. Trabajar de pie lleva a que se
avance y se retroceda sobre la obra, pintando en la proximidad y apreciando a
la distancia. Un moverse constantemente
alrededor del caballete. Como suelo escuchar música cuando pinto, ese moverse
es más bien un alegre bailotear en derredor. Y cuando yo me muevo acabo tropezando con el
millón de cosas que se acumulan en mi taller.
Y provoco desmoronamientos masivos.
Y si con lo que choco es con mi caballete, ¡hecatombe total!, ya que mis
caballetes se caracterizan por su absurda precariedad.
Al caso
concreto me remito. Estoy trabajando
sobre una lámina de papel (siempre trabajo sobre papel, ¿qué tiene de raro?), y
como mi caballete perdió hace años su barra de sostén horizontal, sujete el papel en un
bastidor de madera que colgué de la barra vertical del caballete
atándole con una lana un sostén de metal de los que se usan para colgar plantas. O sea: un esperpento.
¿Por qué
no tengo un caballete decente? Porque
soy sentimental, y nunca tiro nada.
Porque se da que todos los caballetes que tengo han sido regalos y nunca he
merecido regalos demasiado caros. Porque
me las arreglo con lo que puedo y no con lo que necesito. Porque sigo siendo una artista del
subdesarrollo.
Porque todo en mi taller es un caos, y el caos me divierte.
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