domingo, 23 de abril de 2017



     Hoy estuve pintando al óleo en caballete.  No es algo que haga con frecuencia, pero cuando reincido revivo el profundo placer de esta técnica en esta modalidad.  Me gusta mucho el óleo y me gusta mucho trabajar en caballete, ¿entonces, por qué lo hago tan poco?   Porque requiere, básicamente, espacio.  Trabajar de pie lleva a que se avance y se retroceda sobre la obra, pintando en la proximidad y apreciando a la distancia.  Un moverse constantemente alrededor del caballete. Como suelo escuchar música cuando pinto, ese moverse es más bien un alegre bailotear en derredor. Y cuando yo me muevo acabo tropezando con el millón de cosas que se acumulan en mi taller.  Y provoco desmoronamientos masivos.  Y si con lo que choco es con mi caballete, ¡hecatombe total!, ya que mis caballetes se caracterizan por su absurda precariedad.




     Al caso concreto me remito.  Estoy trabajando sobre una lámina de papel (siempre trabajo sobre papel, ¿qué tiene de raro?), y como mi caballete perdió hace años su barra de sostén horizontal, sujete el papel en un bastidor de madera que colgué  de la barra vertical del caballete atándole con una lana un sostén de metal de los que se usan para colgar plantas.  O sea: un esperpento.





     ¿Por qué no tengo un caballete decente?  Porque soy sentimental, y nunca tiro nada.  Porque se da que todos los caballetes que tengo han sido regalos y nunca he merecido regalos demasiado caros.  Porque me las arreglo con lo que puedo y no con lo que necesito.  Porque sigo siendo una artista del subdesarrollo.  

     Porque todo en mi taller es un caos, y el caos me divierte.




























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