Hay algo
de maltrato en esa primera etapa de
quemar, mojar y pegar un papel sobre otro.
El boceto inicial se desdibuja y ensucia, y, si soy honesta, el
resultado siempre tiende a decir: “ya me arruinaste”.
La etapa que sigue es más grata.
Se trata de empezar a definir y volver a dibujar el rostro de base. Jugar con los lápices acuarelables asegura
mejorar con muy poco trabajo lo que se está haciendo:
Sigue darle un contorno, una primera identidad, una imagen superpuesta que permita unificar
los papeles, de manera que dejen de ser dos soportes de distinta textura para
fundirse en una sola base mixturada que guarde lógica (mi lógica) con el boceto
inicial.
Y este es el punto dónde la obra empieza a independizarse. Ya es ella la que pide los
detalles y los relieves, las saturaciones de color o los leves matices, la que establece las pautas que van recortándola hacia su única y autogenerada entidad:
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