miércoles, 22 de noviembre de 2017







     Estamos rodeados de estúpidos.  De estúpidos mediocres, si debo dar más detalles; una variedad de estúpido de lo más invasiva y nefasta.

     El estúpido mediocre es muy dañino, a conciencia y con empeño quiere siempre nivelar para abajo.  Suele colocarse en cómodas posiciones de pseudo poder (poder burocrático, sumum del sumun de la mediocridad) y desde ahí hacer despliegue manifiesto de su estupidez.

     ¿Qué hacer?  ¿Cómo enfrentarlos?  Son legión…







     Estoy despotricando silenciosamente y en soledad en una mesita de Starbucks, abrazada –como dice el tango- a mi macchiato caramel con leche descremada.  Me interrumpe en mi mal humor una carcajada contagiosa que viene desde los silloncitos del otro extremo del salón del primer piso de Callao y Santa Fe.  Estoy muy indignada, enroscada en mi disgusto,  pero igual me vence la sonrisa ante esa risa tan ferozmente auténtica.  Como una repentina y ruidosa tormenta de alegría que me lleva puesta y me empapa en contra de mi voluntad.

     No llego a ver a quién ríe (limitaciones de mi miopía y de mis lentes con patas rotas sujetas con cinta de papel que me prohíbo usar en público), pero sigue riéndose y es evidente que ha aligerado el ánimo de toda la concurrencia.  Me cuesta volver a mi justificado enojo.  Me digo que el influjo maligno de los estúpidos no es tan poderoso, si una carcajada desconocida puede ahuyentar con tal facilidad su malevolencia. Me vino a la cabeza Eco y aquel asunto de la rosa.  Lo busco al llegar a casa, y si la existencia de los estúpidos termina dándome excusas para un rato en mi biblioteca, bueno, no hay mal que por bien no venga…






     “La risa libera al aldeano del miedo al diablo, porque en la fiesta de los tontos también el diablo parece pobre y tonto, y, por tanto, controlable.  Pero este libro podría enseñar que liberarse del miedo al diablo es un acto de sabiduría. (…)  La risa distrae, por unos instantes, al aldeano del miedo.  Pero la ley se impone a través de miedo, cuyo verdadero nombre es temor de Dios.  Y de este libro podría saltar la chispa luciferina que encendería un nuevo incendio en todo el mundo; y la risa sería el nuevo arte, ignorado incluso por Prometeo, capaz de aniquilar el miedo.  Al aldeano que ríe, mientras ríe, no le importa morir, pero después, concluida su licencia, la liturgia vuelve a imponerle, según el designio divino, el miedo a la muerte.  Y de este libro podría surgir la nueva y destructiva aspiración a destruir la muerte a través de la emancipación del miedo. (…)  Dijo un filósofo  griego (que tu Aristóteles cita aquí, cómplice e inmunda autorictas) que hay que valerse de la risa para desarmar la seriedad de los oponentes, y a la risa, en cambio, oponer la seriedad. (…)”

Umberto Eco, El nombre de la rosa, RBA Editores SA, Barcelona, 1993, páginas 447/449. 










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