Balance
de diciembre. El habitual cúmulo de
obviedades: hicimos esto, aquello no, deberíamos haber hecho… Cómo si al fin y al cabo uno no haga apenas
lo que puede, mucho de lo que le sale y definitivamente lo que el destino nos
va barajando a su capricho. Le pondría
ganas, sin embargo, siempre le pongo ganas, si no fuera que una seguidilla
circunstancial de eventuales (malas) compañías acabaron de convencerme que
nada vale demasiado la pena. Es
diciembre, hace calor, a la gente se le da por sociabilizar y lo mejor es dejar
que pasen los días. Cuenta regresiva,
brindis en cantidades suficientes para soportar el entorno y a seguir adelante
a merced de la vida que nos toca.
Estoy
frente a una de esas malas compañías, la más constante y la más nefasta, y
obligados por la hora, brindamos con
café.
-No fue un mal
año-, me dice. No, no lo fue. Pero por principios nunca le doy la
razón así que le respondo:
-¿Comparado
con cuál?-
-Depende de
las metas que te pongas-, asegura.
Frunciendo la nariz replico:
-Depende de
dónde caigas con tus pies.-
-Si siempre
elegís el camino equivocado…- me acusa con un elocuente ademán que implica
que toda la culpa es mía.
Podríamos
estar así por horas, e igualmente, yo terminaría cayendo en su trampa. Quiere que me vaya, que mude mi realidad
cotidiana a otros territorios. Y no es
que yo no quiera, es sólo que soy demasiado tranquila, adaptable, poco dada a
las grandes cosas. Patear el tablero me
suena a una total descortesía.
Calculando que aún me queda algo de mi alto macchiato caramel eleva su café del día proponiendo un último
brindis:
-Que el 2018
te tome por sorpresa- me augura
-Y que me
mantenga muy lejos de vos- acepto chocando nuestros vasos de papel.
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