martes, 26 de diciembre de 2017






  



      Balance de diciembre.  El habitual cúmulo de obviedades: hicimos esto, aquello no, deberíamos haber hecho…  Cómo si al fin y al cabo uno no haga apenas lo que puede, mucho de lo que le sale y definitivamente lo que el destino nos va barajando a su capricho.  Le pondría ganas, sin embargo, siempre le pongo ganas, si no fuera que una seguidilla circunstancial de eventuales (malas) compañías  acabaron de convencerme que nada vale demasiado la pena.  Es diciembre, hace calor, a la gente se le da por sociabilizar y lo mejor es dejar que pasen los días.  Cuenta regresiva, brindis en cantidades suficientes para soportar el entorno y a seguir adelante a merced de la vida que nos toca.










     Estoy frente a una de esas malas compañías, la más constante y la más nefasta, y obligados  por la hora, brindamos con café. 
-No fue un mal año-,  me dice.  No, no lo fue.  Pero por principios nunca le doy la razón  así que le respondo:
-¿Comparado con cuál?- 
-Depende de las metas que te pongas-, asegura.  Frunciendo la nariz replico:
-Depende de dónde caigas con tus pies.-
-Si siempre elegís el camino equivocado…-  me acusa con un elocuente ademán que implica que toda la culpa es mía. 

     Podríamos estar así por horas, e igualmente, yo terminaría cayendo en su trampa.  Quiere que me vaya, que mude mi realidad cotidiana a otros territorios.  Y no es que yo no quiera, es sólo que soy demasiado tranquila, adaptable, poco dada a las grandes cosas.  Patear el tablero me suena a una total descortesía.  

   Calculando que aún me queda algo de mi alto macchiato caramel eleva su café del día proponiendo un último brindis:

-Que el 2018 te tome por sorpresa- me augura

-Y que me mantenga muy lejos de vos- acepto chocando nuestros vasos de papel.














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