viernes, 15 de diciembre de 2017








     Cualquier psicólogo se haría un festín conmigo.  Soy de manual, cumplo el a-b-c básico de todos los traumas obvios y previsibles.  No he superado nada, pese a la cantidad de años que he venido acumulando sobre los hombros.  En el punto más álgido de mi patetismo reconozco que lo que uno sigue buscando es aceptación y un poco de afecto.  Seguimos suplicando que nos quieran, limosneando por una pizca de cálida atención.  Todo lo que hacemos es para complacer a nuestro entorno.  Y como a ese entorno no hay nada que lo complazca  siempre acabamos fracasando en nuestros intentos y lloriqueando por los rincones.  Cambian los contextos y los protagonistas pero nosotros somos consecuentes: siempre terminamos en los rincones.








    



     Claro que ahí se acciona el mecanismo de defensa (o esa tara de mi personalidad que es irrecuperable) y me aburro.  Me aburro de mi sentimentalismo infantil, de mis dos centavos de lamentable debilidad bucólica y, sobre todo, me aburro de los imbéciles que me rodean y que suponen que su importancia es tal como para mantener mi interés en sus opiniones  más de quince minutos por reloj (no son los quince minutos de fama que proclama Warhol, son los quince minutos que los que estamos en la acción consideramos la inepta malevolencia de los que sólo hablan).  Me aburro de mi misma, que pretendo haber esperado alguna vez algo de alguien y permito que de nuevo me alcance la decepción.





    


     No soy cínica, soy práctica.  Sé dónde estoy y conozco los bueyes con que aro.  Nadie cambia nunca, somos lo que siempre hemos sido.  Ellos ahí y yo acá.  Podemos vivir en paz mientras yo no espere nada de ellos y ellos no pretendan que a mí me afecte por más de quince minutos su tóxica existencia.









































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