Hay dos
bandos muy bien definidos: los que celebran la Navidad y los que la denostan
con cinismo y amargura. Y después estoy
yo, que soy un jolgorio y adhiero a todas las tradiciones juntas. ¿Qué
celebrás?, me increpan. El solsticio
de verano, claro; soy definitivamente primitiva.
Arranco
hoy y hasta el 31 celebro el resultado de la cosecha, comiendo demasiado y
brindando por fuera de toda prudencia, exagerando quizá con los regalos y los
homenajes a los que tengo cerca, inundando la casa de lucecitas y
purpurina. ¿Para qué? Para celebrar el cierre de un año largo, duro
y agotador, donde la responsabilidad y el trabajo fueron las premisas. Porque llegamos hasta el final y podemos
derrochar un poco del resultado de tanto levantarse a las seis de la mañana,
batallar contra la barbarie cotidiana, cumplir con obligaciones formales y
tratar de hacer un poquito bien las
cosas a nuestro cargo. Celebramos el
haber cumplido a destajo con el deber
ser jugando por un rato al
descontrol que libera los sentidos, dejando que el hedonismo mande, total, sabemos que el dos o el tres de enero volvemos al orden y a la prudencia, a la
bendita responsabilidad y a la obediencia de la estricta corrección, a la
espera del próximo solsticio de verano…
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