domingo, 24 de diciembre de 2017



     Hay dos bandos muy bien definidos: los que celebran la Navidad y los que la denostan con cinismo y amargura.  Y después estoy yo, que soy un jolgorio y adhiero a todas las tradiciones juntas.  ¿Qué celebrás?, me increpan.  El solsticio de verano, claro; soy definitivamente primitiva.






















     Arranco hoy y hasta el 31 celebro el resultado de la cosecha, comiendo demasiado y brindando por fuera de toda prudencia, exagerando quizá con los regalos y los homenajes a los que tengo cerca, inundando la casa de lucecitas y purpurina.  ¿Para qué?  Para celebrar el cierre de un año largo, duro y agotador, donde la responsabilidad y el trabajo fueron las premisas.  Porque llegamos hasta el final y podemos derrochar un poco del resultado de tanto levantarse a las seis de la mañana, batallar contra la barbarie cotidiana, cumplir con obligaciones formales y tratar de hacer un poquito bien  las cosas a nuestro cargo.  Celebramos el haber cumplido a destajo con el  deber ser  jugando por un rato al descontrol que libera los sentidos, dejando que el hedonismo mande, total, sabemos que el dos o el tres de enero volvemos al orden y a la prudencia, a la bendita responsabilidad y a la obediencia de la estricta corrección, a la espera del próximo solsticio de verano…


¡Feliz navidad!





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