Demasiado tiempo libre (y concreto aburrimiento) predispone al análisis frío y práctico, análisis que en la vorágine habitual es sustituido por la rápida elección de un ta-te-ti a la buena de dios. Por eso, en estos lentos días, las diversas propuestas que tengo en carpeta pasan por el cedazo de la excesiva contemplación. Y nadie sale ganado con eso.
Puede que
motivada por el entorno la pregunta directriz que me rige es ¿quién gana más
con esto? Y bajo esa luz ninguna
propuesta responde que quién más se beneficie sea el artista. Casi todas las propuestas que de momento han
llegado a mi mail implican el previo pago de derecho, arancel u honorario al
organizador, curador, o art-dealer de turno.
Todas son a costa del artista. Y
el beneficio real de “difusión” o “posicionamiento en el mercado” o de “potenciales
ventas” es tirando a nulo. No digo que
imposible pero sí muy poco probable. Y
habla la voz de la experiencia: puro trabajo de campo durante más de treinta años.
Reconozco
que las ferias de arte son muy interesantes en cuanto a la cantidad de público
que se concentra en pocos días. Acercar la obra face to face a una gran cantidad de gente, en su mayoría interesada por el arte. Pero a igual que mucho público, también participan
muchos artistas y muchísima obra; ecuación: que una obra en particular, solita
con su alma sin ningún plus de difusión específica y personalizada, sin el artista haciendo circo al lado de ella, es
poco probable que destaque como para hacer la diferencia. Puede pasar, puede que justo dé con su
espectador ideal, pero es una chance muy baja.
En ese entendimiento, el costo para el artista debería ser bajo ya que
no tiene grandes expectativas de que su participación genere diferencias. Pero no es así. Para el artista es muy caro. Pareciera que el organizador pretende que un
solo artista cubra el costo de todo su stand, al que llevará obra de veinte
artistas promedio y a ninguno dará especial tratamiento. ¿Quién gana ahí? La cuenta es simple: no el artista. El organizador obtiene un paseo gratis más el
honorario por su tiempo: todo pago para
irse unos días a la linda ciudad anfitriona donde su mayor sacrificio será
estar de pie los dos o tres días que dure el evento. Si, claro, está el traslado de la obra,
lidiar con las aduanas y colgar en el espacio.
Pero ese trabajo (¿no es ese su
trabajo?) está sobradamente bien pago.
Después
hay un par de certámenes internacionales dónde debe abonarse un derecho para
participar en la competencia, para que la obra ingrese en consideración de los jurados. ¿Cuál es el premio? La difusión virtual en diversos sitios o
publicaciones web del organizador. Promesas de ser puestos ante la mirada de los popes del mercado, ser vistos por quienes deben vernos para así ser vistos por todos los demás. Uno sabe que eso no es cierto, pero a veces
se deja ganar por la fantasía del cuento de hadas. Sólo que en estos días estoy un poco
malhumorada por no pintar y me cuesta dejarme engañar.
Certámenes pagos: no por hoy, muchas gracias.
Galerías
y art-dealer que ofrecen representación para el posicionamiento de la
obra. Algo así como presentarlo a uno en
sociedad. ¿En serio? ¿Alguna vez he podido tomar esto en
serio? Supongo que “puede” haber algo de
buena voluntad en alguien, la ingenua convicción de que semejante cosa es
posible. Pero las galerías sólo buscan dinero fresco para pagar el alquiler otro mes y evitar que le corten la luz (al menos, la mayoría de
las galerías que conozco) y los art-dealer son “emprendedores” que sin invertir
en nada físico pretende vender un servicio de enlace donde todos los que participan del juego le cobran al artista. De nuevo, puede ser que en un millón salga
una oportunidad real, un contacto que sí
sirva al artista. Pero las estadísticas
juegan en contra y lo único comprobable es que toda esta gente vive de los
artistas. Y hoy no me da la gana
mantener a nadie más.
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