martes, 24 de julio de 2018






     Cuenta la leyenda que una vez, al borde del abismo, lo que evitó la caída fue un dibujo inconcluso, el que, por el mero placer de acabarlo, pospuso la decisión de final.  Desde ahí, ha sido la pulsión hedónica –y no el mentado Eros- la que mantuvo a Thánatos en su lugar.

     No hay otra necesidad que la del disfrute personal, intrascendente, puro, exclusivamente sensual, en la elaboración de la obra  y desde el lugar del hacer.  Si además esa obra trasmite a otro un concepto, una reseña temporal, una visión puntual –histórica y geográfica- de cara al mundo, son facetas que el hacedor probablemente ni siquiera consideró.  Cuando se juega a jugar uno atiende al juego, todo lo demás es colateral.

     Tanta literatura, tanta profundidad, tanta “visión” cósmica que desarrollan algunos artistas (más los que se auto-titulan conceptuales) me suena a pose y arrogancia.  Ser artista es algo tan íntimo, tan intangible, que uno a duras penas puede definir nada.  Se es y la más de las veces ni siquiera se puede explicar cómo, por qué, ni desde cuándo.  Es una identidad ajena a la voluntad y a las explicaciones. Es lo que hago, es lo que soy.










     Para consolarme, supongo, y rescatarme en estos días oscuros,  trata de enredarme en las estrategias de marketing que usar los colegas que “triunfan” en el mercado.  Hacer pancartas descriptivas, posicionarse desde relatos aparatosos sin necesidad de dar vistazo a la obra. Disfrazarse de artista.  Querría explicarle que no me cabe eso, que yo soy una circunstancia y que lo único que cuenta es mi obra, esa obra que de cierto modo me ha salvado la vida desde hace demasiado tiempo.  Pero estamos hablando idiomas distintos, desde planetas diferentes, en dimensiones antagónicas.  Le agradezco el consuelo, reconozco sus buenas intenciones.  Gracias.  Pero como muchas otras cosas, esto tampoco es para mí.














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