Cuenta la leyenda que una vez, al borde del abismo,
lo que evitó la caída fue un dibujo inconcluso, el que, por el mero placer de
acabarlo, pospuso la decisión de final. Desde
ahí, ha sido la pulsión hedónica –y no el
mentado Eros- la que mantuvo a Thánatos en su lugar.
No hay otra necesidad que la del disfrute personal, intrascendente,
puro, exclusivamente sensual, en la elaboración de la obra y
desde el lugar del hacer. Si además esa obra trasmite a otro un
concepto, una reseña temporal, una visión puntual –histórica y geográfica- de cara al mundo, son facetas que el
hacedor probablemente ni siquiera consideró.
Cuando se juega a jugar uno atiende al juego, todo lo demás es
colateral.
Tanta literatura, tanta profundidad, tanta “visión” cósmica que desarrollan algunos artistas (más los que se auto-titulan conceptuales)
me suena a pose y arrogancia. Ser
artista es algo tan íntimo, tan intangible, que uno a duras penas puede definir
nada. Se es y la más de las veces ni
siquiera se puede explicar cómo, por qué, ni desde cuándo. Es una identidad ajena a la voluntad y a las
explicaciones. Es lo que hago, es lo que soy.
Para consolarme, supongo, y rescatarme en estos
días oscuros, trata de enredarme en las estrategias
de marketing que usar los colegas que “triunfan”
en el mercado. Hacer pancartas
descriptivas, posicionarse desde relatos aparatosos sin necesidad de dar vistazo
a la obra. Disfrazarse de artista. Querría explicarle que no me cabe eso, que yo
soy una circunstancia y que lo único que cuenta es mi obra, esa obra que de
cierto modo me ha salvado la vida desde hace demasiado tiempo. Pero estamos hablando idiomas distintos,
desde planetas diferentes, en dimensiones antagónicas. Le agradezco el consuelo, reconozco sus
buenas intenciones. Gracias. Pero como muchas otras cosas, esto tampoco es
para mí.
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