martes, 17 de julio de 2018







Que otros se jacten de las páginas que han escrito;
a mí me enorgullecen las que he leído.
(…) … a lo largo de mis años he profesado
la pasión del lenguaje.
Mis noches están llenas de Virgilio;
haber sabido y haber olvidado el latín
es una posesión, porque el olvido
es una de las formas de la memoria,
(…) y ahora, a través de siete siglos,
desde la Ultima Thule,
tu voz me llega…

Jorge Luis Borges,  El Lector


“-Ya lo sé, Señor Nicetas, que el centro del universo sois vosotros, pero el mundo es más vasto  que vuestro imperio, están la Última Thule y el país de los Hibernios.  Está claro que, ante Constantinopla, Roma es un amasijo de ruinas y Paris  una aldea fangosa, pero también allí sucede algo de vez en cuando, por vastas y vastas tierras del mundo no se habla griego, y hay incluso gente que para decir  que están de acuerdo dicen: oc.”

Umberto Eco, Baudolino








     “(…) Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y las circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: La enumeración, si quiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré. En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.”

Jorge Luis Borges, El Aleph



  “[...] Si en aquella misma ciudad [se refiere a Roma] había una gran construcción circular donde ahora los cristianos se comían a los leones y en cuya bóveda aparecían dos imitaciones perfectas del sol y la luna, del tamaño que efectivamente tienen, que recorrían su arco celeste, entre pájaros hechos por manos humanas que cantaban melodías dulcísimas. Si bajo el suelo, también él de piedra transparente, nadaban peces de piedra de las amazonas que se movían solos. Si era verdad que se llegaba a la construcción por una escalera donde, en la base de un determinado escalón había un agujero desde donde se veía pasar todo lo que sucede en el universo, todos los monstruos de las profundidades marinas, el alba y la tarde, las muchedumbres que viven en la Ultima Thule, una telaraña de hilos del color de la luna en el centro de una negra pirámide, los copos de una sustancia blanca y fría que caen del cielo sobre el África Tórrida en el mes de agosto, todos los desiertos de este universo, cada letra de cada hoja de cada libro, ponientes sobre el Sambatyón que parecían reflejar el color de una rosa, el tabernáculo del mundo entre dos placas relucientes que lo multiplican sin fin, extensiones de agua como lagos sin orillas, toros, tempestades, todas las hormigas que hay en la tierra, una esfera que reproduce el movimiento de las estrellas, el secreto latir del propio corazón y de las propias vísceras, y el rostro de cada uno de nosotros cuando nos transfigure la muerte [...]”

Umberto Eco, Baudolino 









     Juegos circulares de lector.  En algún momento, tratando de determinar las coordenadas geográficas de Finis Terrae, la confundimos con la Última Thule (Tile, Tule, Thila, Thyïlea).  Deberíamos haber virado para Islandia, pero a ninguno  de los dos nos gusta el frío.  Así que revolvimos memorias lectoras y recordamos que cuando Eco incluye el fragmento de El Aleph en Baudolino, cuando el Diácono admirador de las maravillas de Occidente pregunta por un orificio en el escalón de cierta escalera, refiere a las muchedumbres de la Última Thule, porque estaban a los comienzos del 1200 y América aún no había sido oficialmente catalogada como existente.


     La Última Thule como América.  Entonces ya llegamos, aunque prefiramos simular que aún estamos camino a nuestro destino final, a nuestra tierra prometida.















No hay comentarios:

Publicar un comentario