sábado, 14 de julio de 2018


































     Finis Terrae no es el fin del mundo, es el final de la búsqueda, el lugar prometido, ese dónde nos queremos quedar.  El santuario.  Avalon.  Neverland.  El auténtico hogar.

     Para llegar a Finis Terrae es imprescindible irse (no huir, irse tranquila, apaciblemente),  empacar las prioridades y abandonar todo lo que no nos interesa conservar, todo lo impuesto, todo el deber ser.  Irse con lo poco que nos corresponde (y nos importa) dejándole a quien corresponda todo lo demás que, a que negarlo, nunca fue nuestro.

     Conversación maravillosa, reconozco, en el plano intelectual.   Pero los artistas tenemos demasiado plano concreto.  O sea: mucho bártulo.  Irse es esa opción tan poética, visualmente definitiva, tan de hacer un mutis por el foro caminando elegantemente con una maletita liviana en la mano.  Pero los artistas no abandonamos la obra (al menos no toda la obra; vamos perdiendo mucha por descuidos y desorden, pero la que todavía controlamos no la podemos dejar voluntariamente).  Ni abandonamos nuestros toscos instrumentos de trabajo (pinceles raídos, ese viejo maletín que ya no cierra, infinitos pedacitos de lápices de colores, los destartalados caballetes sostenidos con alambre…).  Y nuestros archivos, y nuestros libros, y toda la basura que acumulamos con la mentira de eventual inspiración. ¿Cómo irse con tanto trasto inútil pero imprescindible para nuestra identidad?

     Sí, irse (no huir); irse elegantemente, con dos o tres camiones de mudanza.  Debemos llegar a Finis Terrae, a donde peregrinaremos con convicción de meca y con el temor fundado de no hallar allí suficiente lugar para acomodarnos con nuestro excesivo y ridículo bagaje…

































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