Finis Terrae
no es el fin del mundo, es el final de la búsqueda, el lugar prometido, ese
dónde nos queremos quedar. El
santuario. Avalon. Neverland. El auténtico hogar.
Para
llegar a Finis Terrae es imprescindible irse (no huir, irse tranquila, apaciblemente), empacar las prioridades y abandonar todo lo que
no nos interesa conservar, todo lo impuesto, todo el deber ser. Irse con lo poco que nos corresponde (y nos importa) dejándole a quien corresponda
todo lo demás que, a que negarlo, nunca fue nuestro.
Conversación maravillosa, reconozco, en el plano intelectual. Pero los artistas tenemos demasiado plano concreto. O sea: mucho bártulo. Irse es esa opción tan poética, visualmente
definitiva, tan de hacer un mutis por el foro caminando elegantemente con una
maletita liviana en la mano. Pero los
artistas no abandonamos la obra (al menos
no toda la obra; vamos perdiendo
mucha por descuidos y desorden, pero la que todavía controlamos no la podemos
dejar voluntariamente). Ni
abandonamos nuestros toscos instrumentos de trabajo (pinceles raídos, ese viejo
maletín que ya no cierra, infinitos pedacitos de lápices de colores, los destartalados
caballetes sostenidos con alambre…). Y
nuestros archivos, y nuestros libros, y toda la basura que acumulamos con la
mentira de eventual inspiración. ¿Cómo irse con tanto trasto inútil pero
imprescindible para nuestra identidad?
Sí, irse (no huir); irse elegantemente,
con dos o tres camiones de mudanza.
Debemos llegar a Finis Terrae, a donde peregrinaremos
con convicción de meca y con el temor fundado de no hallar allí suficiente
lugar para acomodarnos con nuestro excesivo y ridículo bagaje…
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