jueves, 5 de julio de 2012



Disgreción marginal. Patéticas incidencias de la vida “civil” de una artista. 

     Sé que mantener divididas mi actividad laboral meramente económica (o sea, la que me genera el dinero que provee mi diaria subsistencia) de mi actividad artística me asegura una plena libertad y una absoluta independencia creativa. Pero la “pata floja” de esa escisión es que la pasión queda concentrada de un solo lado: del lado del arte. Trabajo con seriedad, responsabilidad y profesionalismo. Le pongo voluntad y tiempo (mi bien más escaso). Pero no le pongo pasión. Nada, ni a favor ni en contra. Nada. Ni me entusiasmo ni me enfurezco. Pura buena voluntad, conocimiento, técnica y resignación.

      Y entonces sucede lo previsible: como mi actividad implica la interacción con otras (muchas) personas, me convierto en el catalizador de la estupidez, el desgano, la mala fe y el abierto abuso de un montón de gente que sin la menor piedad se cierne constantemente sobre mí, porque, en definitiva, soy la única con los escucha. O que parece que los escucha. O que los escucha como quien escucha al mar. Como música de fondo. 

     Y ese constante acoso a veces (como ahora) llega a extremos insoportables que acaban (físicamente) enfermándome. Mi amable apatía hace que mi entorno me avance, me acorrale, me presione, me use de sparring. Así he corroborado casi científicamente por mi exhaustivo “trabajo de campo” que le es natural e innato al ser humano sentirse el ombligo del mundo. Y que les es imposible “ver” a la persona que tienen en frente y a la que le exigen que le solucionen TODOS sus problemas (legales, laborales, familiares, económicos y emocionales) sin preguntar J-A-M-A-S si su requerimiento es mínimamente posible y, obviamente, “-¿Cuánto le debo por el trabajo?-“. Si yo fuera bruja o tarotista (o ejerciera “el péndulo” o fuera “vidente natural”) seguramente me preguntarían y hasta pagarían, sólo por el temor a mis esotéricas represalias. Pero hete aquí que yo acepto el maltrato sin quejas audibles, trato honestamente de dar alguna solución y no hago gran escándalo si no me pagan.

      La cuestión es ¿por qué lo permito? Por pura falta de pasión. Trabajo, me da medianamente para vivir, puedo pintar (poco tiempo, pero puedo) y me niego a dispensarle más atención al asunto. Vocación a ser la Santa Patrona de la desagradecida, aprovechada e ingrata “pobre gente (que no tuvo tantas oportunidades como vos o que no le dio la cabeza para estudiar)” que recurre a mis servicios y que después “te pague dios” (con la canonización). Lástima que no sea católica o podría hacer de esto una carrera… En fin. Tanta buena voluntad dispensada a nada deviene en que me encuentre en repetidas ocasiones en situaciones irresolubles, por culpa de nadie en particular y de todos en general, y que obviamente yo no puedo remediar porque lo mío, lamentablemente, no es la magia ni los milagros (todavía). 

     Pero mis obcecados clientes no aceptan mi falibilidad y siguen presionando. Y yo en mi apacible, amable y parsimonioso desinterés no los mando al diablo sino que les prometo “estudiar” el tema, seguir consultando, tratando de descubrir algún camino alternativo (que NO existe, como todos –ellos y yo- sabemos perfectamente). Y la gente viene, y viene, y viene. Y lógico, yo no convierto el barro en oro. Y vienen, y vienen y vienen. No se dan por aludidos. No aceptan el fracaso (o sus propios y elocuentes errores o la clara y contundente ineficacia del sistema). Y vienen, y vienen, y vienen. Y siguen contándome su vida y sus problemas y esperando mis milagros (que no llegan). Sé (¡claro que lo sé!) que la única culpable soy yo. Que tengo que cortar el círculo vicioso que me hace perder tiempo y salud. ¡Pero soy tan cortez y me importa tan poco todo! 

      Mi ausencia de pasión me priva de la furia necesaria para echar a los molestos con un portazo en la cara. Y le pongo el cuerpo y mi buena voluntad a demasiada gente que no la merece. Me consuelo considerando que esta tortura cotidiana es el precio por poder crear. Consuelo estúpido, porque pintaría igual (¡y con más tiempo!) si fletara a la gente con un par de gritos y alarde de mal carácter y ordinariez. Pero, insisto, me falta pasión. La pasión es lo que marca la diferencia, y yo ya decidí hace tiempo que esa diferencia esté en el arte y determine mi obra. Espero que quien vea mi trabajo lo note. Ojalá...







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