Salvador Dali
Es muy difícil poder reconocer en voz alta en una ciudad como Buenos Aires que uno “no” se analiza. Cuando en medio de la conversación más banal y superficial sale a relucir alguna de mis rarezas (imposible evitarlo, ¡son tantas!), enseguida mi ocasional interlocutor pregunta: "¿Y qué te dice tu terapeuta?" Es probable que me ruborice un poco cuando balbuceo con evidente sentimiento de culpa: “Nada. Yo no me analizo…”
Quiero aclarar en presurosa defensa que no tengo nada en contra, que de hecho la psicología me es simpática. (Tan simpática como me resultan los perros gran danés y los san bernardo, aunque esté convencida de que la única convivencia posible es con un gato). Sé que una buena terapia puede ser la diferencia entre el suicidio y la buena vida. Más aun: en mi trabajo “civil” acabo aconsejando al 80% de mis clientes que acudan a un psicólogo a fin de poder sobrellevar a nivel personal los conflictos que los trajeron a estar sentados del otro lado de mi escritorio.
Si yo sintiera angustia por algo obviamente buscaría consuelo en la terapia (en la improbable hipótesis que un buen syrah, un policial inglés y música con dejo caribeño no pudieran ser paliativo suficiente como lo han sido hasta el presente). Y siempre que mi eventual analista dejara sentado por escrito y firmado ante notario público, avalado por todo su patrimonio, que por ningún motivo me libraría de cualquiera de mis múltiples “excentricidades”.
Yo y todos mis otros yo, mis voces, mis alucinaciones y mis psicosis varias tenemos una convivencia muy aceitada y vivimos felizmente en comunidad disociada de toda realidad. Definitivamente, nada de “salud mental” para mí, gracias. No hay de qué.
Hace años, cuando exhibí por primera vez Las Flores del Mal, me contactó alguien, presuntamente psicólogo, que quería entrevistarme para una revista de la especialidad reproduciendo alguno de mis trabajos. Quería indagar sobre la significancia de las mujeres fragmentadas en el fondo de mis obras. Fui astuta entonces: lo evadí y jamás posibilité esa conversación. Seguí evadiendo el diván desde entonces.
Las obras de esa serie, casi veinte años después, siguen siendo bellas y personales, y yo –pese a no analizarme- he podido sobrevivir y, a mi criterio, seguir avanzando (ahora pinto hombres desnudos y enteros). Todo tiene un orden cósmico. Tal vez de haber en estos años exorcizado mis fantasmas no estaría todavía pintando, indiferente a la nada de dinero que me produce el arte e inconmovible al actual y constante rechazo a mis intentos de exponer. Tal vez hubiera llegado a ser absolutamente normal. Seguramente ya no sería yo. Y si no fuera yo ya no sabría que ser.
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