lunes, 22 de octubre de 2012

MUSEO






Quedé como en éxtasis… Con febril premura/ 
¡Síguela! Gritaron cuerpo y alma al par. / 
…Pero tuve miedo de amar con locura,/ 
de abrir mis heridas que suelen sangrar / 
¡y no obstante toda mi sed de ternura, / 
cerrando los ojos, la dejé pasar! 

Amado Nervo (1870-1919) Cobardía (fragmento)






     “¿No te buscaba quizá a ti? Quizá estoy aquí sólo para esperarte. ¿Te he perdido cada vez porque no te he reconocido? ¿Te he perdido cada vez porque te he reconocido y no me he atrevido? ¿Te he perdido cada vez porque al reconocerte sabía que debía perderte?” 

Umberto Eco, El Péndulo de Foucault






     “Marlowe caminaba por el sendero rojizo del cementerio entre tumbas chatas y blancas. (…) Regresaba sin saber por qué al lugar donde siete años atrás había vistió enterrar al viejo Stan Laurel. (…) Al llegar a la tumba vio a un hombre que estaba parado frente a ella, quieto como una estatua. (…) -¿Lo conocía?- preguntó Marlowe. El hombre bajó la vista y miró al detective. En sus labios apareció una sonrisa sin sentido, como si se dispusiera a iniciar una charla amable. -No personalmente. ¿Usted es pariente? Hablaba un inglés tan malo que Marlowe tuvo que hacer un esfuerzo para entender el sentido de la frase. -No. ¿De dónde es usted? Si es que existe alguna parte en el mundo donde se hable de esa manera. -Soy argentino. Perdóneme, nunca tuve facilidad para el inglés. -¿Qué hace aquí, frente al viejo Stan? ¿Anota el lugar para incluirlo en las guías de turismo de los gauchos? -¿Perdón? Marlowe se acercó al hombre que dejó de apoyarse ene la tumba vecina. No entendía bien esa sonrisa permanente en la cara redonda y mofletuda. -Mire, amigo- dijo en castellano-, hablo bastante bien el español y creo que eso será un alivio para usted. Le pregunté que hace frente al viejo Stan? -Nada. ¿Está prohibido pararse aquí? Desde que llegué a Estados Unidos estoy cometiendo infracciones. -Le habrá costado explicarse. Soy detective privado; Laurel me había contratado poco antes de morir. -¿Para qué? -Manías de viejo. Se estaba muriendo y lo sabía. Era un hombre desesperado. (…) El hombre cobró un súbito interés por el detective. (…) -Discúlpeme- habló bajando la voz, como si tuviera vergüenza de lo que iba a decir-; tengo mucho interés en hablar con usted sobre Laurel (…) Soy periodista, pero no busco información. Estoy escribiendo una novela sobre Laurel y Hardy… (…) -¿Cómo se llama? -Soriano. Osvaldo Soriano. -Soy Philip Marlowe. Con e final.” 

 Osvaldo Soriano, Triste, solitario y final Grupo Editorial Planeta S.A. Buenos Aires 2010, pág. 47/50






     “Más allá de las puertas de los sesenta años, Mrs. Dolly Vanbruck ha logrado la trascendencia de un prodigio. Es un prodigio, un fenómeno, una creación eximia, rival de la Afrodita de Rodas, una maravilla de la ciencia; algo que en realidad debería exhibirse, no sólo para el arqueólogo, para el sinvergüenza, para el capitán, los marineros y este Escarabajo, sino para cuantos valoran los extremos de perfección que es susceptible de alcanzar la obra de arte. Cirujanos estetas, magistrales, competentes en recortar, transportar y modelar, lo han conseguido. Cuanto la configura – la cara, el cuello, el vientre, las nalgas, las piernas, los brazos- han sido objeto de operaciones delicadas y costosas, tan sutiles que se requieren la experiencia y el buen ojo de un especialista, para detectar las ocultas puntadas que dan firmeza y armazón al artificio, al singular muñeco, recompuesto, ajustado, pintado y teñido, que es Mrs. Dolly Vanbruck, Mrs. Vanbruck acostada, ofrecida, inmóvil, sin parpadear, sin respirar casi, en la cubierta del yacht “Lady Van”: todo, con excepción de sus manos. Sus manos fueron invencibles. Los años, la avanzada madurez, la desagradable carga que Mrs. Vanbruck pretendía haber suprimido, gracias a los doctores en juventud, hallaron refugio par su postrer rebeldía, más fuerte que el asedio de los bisturíes, en las trincheras de las arrugas, en los bastiones de las artríticas falanges, en los tortuosos pasadizos de las venas, en las pecas amarillas como la muerte, en la crueldad de esas manos, delatoras, invulnerables. He ahí la justificación de los guantes permanentes, supremo recurso. Puesto que no se redujo y asimiló al enemigo, por lo menos se lo descartó, eliminando su visible y sexagenaria agresividad. Y se difundió la versión, apenas aceptada por algunos papanatas, de que aquello de los guantes era una originalidad más, de las muchas que caracterizaban a Mrs. Vanbruck, quién se resistía a tocar, a rozar lo que fuera, sin la defensa aisladora de sus estuches. Acumulaba cientos de pares, confeccionados con los materiales y los colores más distintos, y en cualquier tiempo, a cualquier hora, el Brillante de Mr. Aloysius Vanbruck en la siniestra, y en la diestra yo, el Escarabajo egipcio de lapislázuli, comprado en Paris siete años atrás, lucíamos sobre los guantes variados. (…) Algo monstruoso irrumpió en nuestra culta concordia, con tan insólita furia que ni tiempo tuvimos de salvaguardarnos. Nadie reaccionó, ni los cercanos marineros, ni el atónito Mr. Jim, ni la amodorrada Mrs. Vanbruck. ¡El italiano, el italiano, el demente Giovanni Fornaio, estaba sobre nosotros, vociferando, resoplando y braceando, tal la alegoría de un quemante ciclón! Y lo caprichoso, lo inicuo, es que se las tomó conmigo, que hasta entonces nada tenía que ver con el asunto. En vez de emprenderlas con el Brillante, fue conmigo, con el inocente Escarabajo de lapislázuli, que se ensañó su rabia. Lo razonable hubiese sido que si a Giovanni se le iba el alma tras los quilates del solitario, insistiese en su exigencia, y si ésta no surtía efecto, reiterase el forcejeo, pero… ¡qué va!: Giovanni Fornaio sabía que el aro de Brillante no podía atravesar el promontorio formado por el nudillo de Mrs. Dolly, sino mediante el auxilio paciente y hábil del ladino jabón, así que, estrafalariamente, con una típica maquinación de beodo, abandonó la posibilidad resbaladiza de ese recurso, y empezó a tirar de mí, a riesgo de desarticular el dedo de la norteamericana, mientras mascullaba frases coléricas, en cuya oscuridad zigzagueaba, brusca, la palabra “jettatore”: -¡Questo jettatore! ¡Questo maledetto scarabocchio jettatore! ¡Qué injuria!, ¡qué abuso!, ¡qué improcedencia! ¿De que mierda, sacro Osiris, habrá surgido la leyenda vesánica de que los escarabajos egipcios traemos mala suerte? ¡Qué errónea información! ¡Al contrario, traemos buena suerte, somos talismanes! ¡Esto lo sabe cualquiera, menos un napolitano rústico! ¡Qué animal! (…) ¡Miserable! ¡Ay, el muy bestia atinó a arrancarme del dedo de Mrs. Vanbruck, que chillaba, flacamente socorrida por su ineficaz idólatra, Mr. Jim! -¡Jettatore! ¡Jettatore! Y ante de que un marinero, o el telegrafista, o el médico de los masajes y de las pomadas, que acudían a la carrera por el puente, alcanzasen a terciar y a salvarme, el bruto me arrojó por encima de la borda al Mar Egeo. La última imagen que recogí, previa a la zambullida, fue el rostro de maniquí de vidriera de Mrs. Vanbruck… y el titilar del Brillante en su mano trajeada de verde, relampagueando como si se riera. (…) Indignado, sulfurado, maldiciendo a Giovanni Fornaio y a su puerca familia, mandándolos a reunirse con los peores excrementos y a las cámaras de atroces verdugos; aborreciendo al italiano jettatore, jettatore él, culpable de mi perra desventura, empecé a descender, a descender, en el seno del agua tibia que a medida que bajaba se iba enfriando. Un mundo misterioso, enteramente nuevo para mí…” 

Manuel Mujica Lainez, El Escarabajo, Plaza & Janés Editores S.A. Barcelona, 1996, Pág. 11/17



No hay comentarios:

Publicar un comentario