jueves, 7 de noviembre de 2013

Cuarto error. Mi primer acto de censura y mi insoportable –y poco comercial- discreción.



 
 
 
     Durante los años 1992/95 trabajé en una serie de obras inspiradas en Las Flores del Mal , el libro maldito de Charles Baudelaire. La estética literaria siempre la he apreciado de modo plenamente visual (a mí me parece lógico atribuir color a las vocales por lo que cuando descubrí la versión colorista de Rimbaud al respecto no pude menos que sentirme absolutamente identificada), y en esos años Baudelaire era uno de mis autores fetiches al que propendía inevitablemente a pintar.
 
    Es baudelariano el concepto de “autonomía de lo bello” que primó en mi obra for export cuyo destino relaté en la entrada anterior, y desde ahí siguieron un par de obras que a mi criterio resultaron bastante logradas. Al menos El Gato, Mujeres Condenadas y La Metamorfosis del Vampiro han sido de mis favoritas.



 
 
 
     En el año 1996 expongo en el Centro Cultural Acoyte, lo que era en realidad el salón de usos múltiples / auditorio del Centro Comercial (galerías, mini shopping, ya no recuerdo como lo llamábamos en esos años) que había en Acoyte y Rivadavia. Las obras se colgaban en las paredes laterales del auditorio, a los costados de las filas de sillas, y en la pared de fondo de la sala. No era un lugar que concurriera el público libremente pero cuando se realizaban los eventos culturales (charlas, congresos, presentaciones, recitales) la afluencia de público era amplia y segura. Todo muy lindo.
 
    Llevé obras de mi serie Las Flores del Mal, algunos dibujos de Borgeanas y creo que un par de Primitiva. Una cuelga tranquila, el montaje a mi criterio quedó presentable, y, tal mi costumbre, dejé mis obras a correr su suerte y escribir su historia. La muestra era larga, veinte o treinta días, no puedo precisar en este instante. Yo no pensaba en realidad volver hasta el descuelgue, ya que por las características del espacio no se hacía inauguración (ni yo la hubiera hecho, que no soy propensa a los vernissages ni propios ni ajenos).



 
 
 
     Pero por esas cosas que tiene la vida, una amiga quería comprarse un vestido y en esa zona había tiendas de buena calidad y mejores precios, y de paso iba a visitar la muestra. Yo, como artista, podía entrar sin problema a la sala aunque no hubiera actividad, así que como una semana después me presenté en el espacio de exhibición.
 
      Apenas entré me dije: ¡Qué mal colgué! ¡Está todo desequilibrado! Varios segundos después me di cuenta que lo que me chocaba eran los huecos entre obras. Recién ahí caí en que faltaban algunas. Me costó entender lo que significaba eso. ¿No las había traído? Sí, si yo las colgué. ¿Cómo no iba a saber exactamente que tenía que haber en cada pared? ¿Un robo? ¿Una venta? Me parecía más razonable un robo que una venta, ya que cotejé que las obras faltantes eran precisamente las mejores a mi criterio: El Gato, Mujeres Condenadas y La Metamorfosis del Vampiro. Claro que también ese concepto podía indicar que, por su presunta calidad, podían ser las primeras en venderse. Pero, ¿por qué nadie me avisó?   Ya las robaran ya las vendieran era algo que –se supone- a mí me podía interesar saber…
 
      Busqué a la curadora del espacio, que era en realidad quien administraba el shopping y alquilaba los locales por lo que tenía una oficina en un primer piso sobre el área comercial. Ciertamente no subí a buscarla haciendo escándalo, ya que en mi planeta por lo general las cosas tienen una explicación razonable y los buenos modales son ante todo.
 
      Debe haberle sorprendido mi amable aparición porque reconozco que se puso muy incómoda. Me explicó que había tenido que “descolgar” esas obras porque en el auditorio concurrían grupos de chicos de colegios a la presentación de libros educativos de la Editorial Kapeluz y esas tres obras eran “muy llamativas” y los “distraían”. Pero que pasado el evento puntual volvían a colgarlas, que había sido un olvido el que no lo hubieran hecho esta vez. Olvido que permitió que yo me enterara, porque si no me hubiera pasado desapercibido el movimiento. Pregunté donde estaban las obras, sin hacer ningún otro comentario, la pobre mujer seguro estaba esperando un grito y un insulto. Ella me acompañó al auditorio y en un costado, tras unos paneles, estaban las tres pinturas paraditas y bien escondidas. Procedí a volver a colgarlas y a hacer desaparecer el desequilibrio en las paredes. Tener las obras colgadas de modo armónico me calmó y me desentendí por completo del acto de censura al que había sido sometida. (Sonido de chicharra de alarma: ¡Error!)



 
 
 
     Sé que debería haber hecho un gran alboroto, clamar por la falta de respeto que constituía un descuelgue bajo ese argumento y SIN HABERME AVISADO; que la única actitud digna de mi parte en ese contexto era llamar un flete, descolgar todo e irme dando un portazo. Que debería haber salido de ahí y remitir una carta documento indignada pidiendo un desagravio por el atropello. Pero yo no hice ni dije nada. Volví a mirar la sala montada como lo hiciera originariamente, saludé con fría y tranquila educación a la encargada del espacio y me fui con mi amiga en saga que no dejaba de preguntarme anonadada: “¿Pero no vas a hacer nada?”. No. No hice nada. (Sonido de chicharra de alarma: ¡Error!)



 
 
 
     Honestamente, no sé cuánto tiempo estuvieron realmente colgadas esas obras durante lo que duró la muestra. Lo más probable es que cada vez que había un acto en el salón auditorio las descolgaran para que no “distrajeran” a nadie. Tal vez también se olvidaron de volver a colgarlas. Cuando fui a levantar la muestra estaba en su lugar y quiero creer en la buena fe de todo el mundo y prefiero suponer que después de ese incidente nadie las volvió a bajar de las paredes. ¿Por qué no me aseguré de ello enviando gente a constatarlo o concurriendo yo asiduamente a verificarlo? Porque yo no actúo de esa manera. Porque es poco cortes desconfiar. Porque mi fe en mis obras implica que ellas marcan la diferencia aun cuando obligan a su censura: al menos no pasan desapercibidas.
 
     Sé a ciencia cierta que muchos hubieran hecho con esto un gran show y hubieran arreado agua para su molino. Obras censuradas es equivalente a indignación y prensa. Se habrían encadenado a las rejas de entada del complejo o hubieran cortado con una sentada de artistas molestos la circulación del tráfico por Acoyte. Hubieran puesto unos billetes en el bolsillo de un empeñoso y hambriento joven movilero de Crónica TV. Pero ni entonces ni ahora adhiero a tales prácticas, no porque no considere que son eficaces métodos de publicidad, difusión y marketing. Sólo porque yo soy tan insoportablemente discreta. (Sonido de chicharra de alarma maximizado: ¡ERROR!)



 
 
 
Post Data: Encima de todo, la curadora –que evidentemente no tenía ningún tipo de remordimiento por el maltrato al que me había sometido ni consideraba su conducta reprochable- reclamó al descuelgue el pago del “arancel” por haber expuesto en ese espacio: quedarse con una obra. Eligió La Autonomía de lo Bello IV –la obra reproducida al inicio- la que yo entregué sin decir palabra, respetando el pacto de caballeros que era el arreglo verbal efectuado al iniciar la relación. Debería haberme negado a entregar obra alguna atento el acto de censura al que sometieron parte de mi trabajo. Pero insisto, yo estoy maldecida por la buena educación.
 
 
 
 
 

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