miércoles, 20 de noviembre de 2013

 
 
 
     Durante 26 minutos 47 segundos (cronometrados con el celular) soporté estoicamente la enervada diatriba de uno de esos entrañables amigos devenidos ilusoriamente en mis “representantes” honorarios, quién se atribuye –independientemente de mi opinión o interés- pleno derecho a decidir por mí que pasos debo o no dar en el desarrollo de mi carrera artística. ¿De que la iba ayer su enojo? A mi desidia de no haber coordinado aun una muestra para el próximo verano. Puntualmente, por no haber aceptado presentarme en Punta del Este otra vez.


 
 
 
 
     Mientras lo dejaba monologar –que es lo que hago habitualmente trate de qué trate el asunto- consideré vagamente si debía interrumpirlo para recordarle mi Regla número 18: nunca volver.
 
     Opté por seguir en silencio y dejar que mi cabeza tarareara a Sabina:
 
En Comala comprendí/ que al lugar donde has sido feliz/ no debieras tratar de volver./ Cuando en vuelo regular/ pisé el cielo de Madrid/ me esperaba una recién casada/ que no se acordaba de mí.” (Joaquín Sabina, Peces de Ciudad, del Álbum Dímelo en la calle).
 
      El último enero expuse en una Feria de Arte en el Conrad y, encima, premiaron una de mis obras, ¿cómo volver al año siguiente? Imposible. Pero él ya había llamado a mi Regla número 18 una “absoluta estupidez”, que se tiene que machacar sobre caliente, que si ya se ha entrado a un nicho hay que insistir en esa plaza. Que ese es el modo de posicionar la marca. Que las acciones esporádicas no sirven para nada, ¡la gente tiene memoria de pez! Se tiene que concentrar las acciones de difusión y publicidad para propender a la fijación del concepto, máxime en el momento más receptivo del público (¡el verano!) en un mercado económicamente apto (¡Punta del Este, la Miami sudaca!) para ser tentado con bienes suntuarios (¡el arte!). Y bla-bla-bla. Introducción al marketing de primer año.



 
 
 
     Supongo que el andamiaje de una amistad que ha atravesado los años es conocer al otro y aceptarle todo eso que nos resulta insoportable: yo le aguanto que él quiera que yo aplique teorías de comercialización en la difusión de mi obra y él se aguanta que todo lo que me dice (a los gritos ofuscados) me entre por un oído y me salga por el otro. Sé que puedo lucir “apática” frente a la opción de aplicar un “agresivo plan de negocios” a mi trabajo. Pero siempre doy por hecho que los que me conocen saben que no es mi prioridad “vender” y mucho menos “posicionar una marca”. Comprendo que sea difícil captar la diferencia entre un artista y un empresario o un tendero, pero puedo jurar que definitivamente la hay y que si se presta atención un poco se nota.


 
 
 
 
     Por suerte él sabe capitular cuando llegamos al punto muerto de su alegato al filo de la disfonía y mi fría y absoluta indiferencia. Entonces me sonríe -y yo confirmo que he sostenido nuestra amistad sólo por esa deslizante sonrisa ladina-, y me propina sin piedad un golpe bajo: “-Supongo que tenés toda tu energía puesta en terminar tu serie de Ragnarök para exhibirla los primeros meses del año que viene.-“ Suelto el aire fingiendo un suspiro, recepcionado el golpe. Hijo de puta. Sabe que estoy trabada, que hace meses que no avanzo en ninguna dirección, que estoy derrotada por los Ángeles de mi Lista, que se me escapan, que me evaden, que me humillan. Estoy en uno de esos baches de angustia y torpeza, dudando de mi capacidad para ir más allá de lo ya hecho, de avanzar sobre mis límites. Quiero más pero no lo alcanzo; he intentado una y otra vez, y fracaso y fracaso, y me empecino, y lo vuelvo a intentar con obstinación sólo para volver a fracasar. La imagen de mis Ángeles está ahí, la siento en el estómago, la veo al cerrar los ojos, puedo percibir su vibración con todo el cuerpo. Pero NO puedo asirla, no la puedo plasmar sobre el papel.



 
 
 
     Acabamos la conversación como sucede siempre: él asegurando con fingido pesar que sigo haciendo todo mal y yo proponiéndole que ofrezca sus buenos oficios a quién se los valore y, principalmente, se los pida. Ambos concordamos –al fin y al cabo somos amigos- en que yo soy una causa perdida sin chance de redención.
 
 
 
 

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