domingo, 3 de noviembre de 2013

Sobre la ¿obligatoria? exuberancia de los artistas y sus adlátares (críticos, curadores y demás musarañas).



 
 
 
     Observo de modo casi inconsciente como la mayoría de las personas que se dedican al arte componen personajes estereotipados, escandalosos, controvertidos, visualmente llamativos. Con una especie de “uniforme” obligatorio en cuanto a pose y a discurso. Hoy, en las redes sociales y en los diversos blogs, puede comprobarse como artistas, críticos de arte, curadores y diversos art-dealers –cuidadosamente- buscan destacarse, no desde la calidad de su métier, sino desde la versión extravagante snob, cínica y despectiva, o la decadente fatalista y oscura, o la muy de moda hoy progre seudo-izquierdosa revanchista y moralizadora. Pero siempre poniendo especial esmero en marcar LA DIFERENCIA entre ellos y el resto.


 
 
 
 
     Me detengo a pensar que contra corriente he ido toda mi vida, porque mi prioridad ha sido siempre disimular a raja tabla cualquier diferencia, en una búsqueda constante por parecer NORMAL y resultar desapercibida en el montón. Desde muy chica, la certeza de ser rara –muy rara y empeorando- me llevó a la convicción de que, para poder adaptarme al entorno, debía ocultar esa inapropiada tara. Pero como se trataba de ocultar y no de erradicar, el realismo práctico me convenció de que lo más adecuado era compartimentar, dejar lo raro en una parte (interna) y dar para afuera la versión exorcizada, previsible, y normal. Años de ejercicio ininterrumpido llevaron al desdoblamiento perfecto, mi yo “civil”, mayoritariamente público, socialmente aceptado, tan común y corriente. Nada para destacar, nada que llame la atención. Absolutamente vulgar. Felizmente por debajo del radar. Mi yo real, el artista, ¡el raro!, se desarrolla en privado y se mueve en ámbitos acotados y con total discreción. El yo que no necesita público ni destacar por sí, el yo al que lo único que le importa es su obra.



 
 
 
     Ver como el resto de las personas que se mueven en el medio del arte hacen culto de la “extrañeza” como blasón de pertenencia no deja de sorprenderme. ¿He desperdiciado un “don” natural sólo para adaptarme al mundo y sobrevivir? ¿Mi falta de “éxito” en el mercado es precisamente haber obviado los “raros peinados nuevos”, los tatuajes, y los vistosos modismos border? ¿De haber lucido más exótica, con asistencia perfecta en todos los vernissages de la temporada, y haber publicitado -con lamentable mal gusto- la nómina de mis parejas sexuales podría ocupar hoy algún lugar en el panteón del arte local? Pero lo hecho hecho está y aunque haya crecido amando a Baudelaire no doy el tipo dandy y jamás podría haber hecho de mi un personaje a lo Dalí. Lo mío no ha sido vivir ante el espejo. Y si a todos ellos les funcionó, yo no puedo dejar de ser una mujercita decididamente insignificante que propende -literalmente por mi fotofobia- a las sombras.



 
 
 
     En mi convicción más profunda se conserva el hecho –indiscutible para mi- que lo que perdura es la obra y la idiosincrasia personal del artista puede ser interesante o pintoresca, pero es temporal y a la larga prescindible. Anecdótica pero olvidable. Queda la obra, y es ésta la que merece público, la que debe ser contemplada, disfrutada, comprendida. Recordada. Que yo, como artista, no quede en la memoria de nadie es algo que me parece racionalmente lógico. Que mi La Santa Inquisición le quede en la retina a más de uno y la duda le revolotee en el alma es definitivamente lo que entiendo como máxima aspiración de un artista.



 
 
 
 
 
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario