miércoles, 6 de noviembre de 2013

 
 
 
Tercer error. Más agrupaciones de artistas, un mexicano descalzo y los Globertrotters.
 
     Entre fines del 91 y el 92 volví (in-com-pren-si-ble-men-te) a integrar otra asociación de artistas plásticos, y a través de ésta la realización de una muestra colectiva de arte argentino en los Estados Unidos, en Phoenix, Arizona. Las cosas se hacían así: el artista ponía la obra -ajustada a ciertas pautas de temática y medidas-, se abonaba un arancel en concepto de “afiliación” al grupo y que se suponía cubría gastos de envío al exterior, y un organizador local con un galerista americano (en realidad, mexicano, como se supo después) trasladaban las obras y montaban la muestra. De vuelta nos llegarían los catálogos, el material de prensa del evento conjuntamente con la restitución del trabajo. Todo esto era en el aire, por lo que recuerdo no se firmó acuerdo o contrato alguno (al menos yo no firmé nada) y en realidad todo dependía de la gran cuota de ingenuidad de los artistas y la buena voluntad del dios de las artes.
 
      Yo pinté especialmente La Autonomía de lo Bello, ya que no tenía nada del tamaño requerido. Entregué incauta y feliz mi trabajo para que saliera a su aventura norteña. Soy sincera: yo ya daba por perdida la obra sin ningún pesar, con la convicción que ella solita y por sí haría su propia historia. Yo me conformaba sólo con ser testigo de alguno de sus pasos, enterarme aunque sea por rumores de su repercusión. Pensaba eso porque era muy joven. Cambiamos de siglo, a mí me avanzaron los años, y hoy sigo pensando lo mismo. (Sonido estridente de chicharra de alarma: ¡Error!)



 
 
 
      La cuestión fue que el grupo organizador (que en realidad era un matrimonio cuyo nombre si busco en mi papelerío encuentro pero que realmente nunca me molesté en retener en mis recuerdos) organizó una reunión en el atellier de un artista involucrado en la actividad para dar las novedades del resultado de lo sucedido en Phoenix. El atellier era una casona antigua, estilo español, muy bien mantenida, sobre una cortada cerca de Rivadavia y Medrano. Los artistas deambulábamos por el patio rodeado de un jardín exuberante y un salón de piso de parqué encerado donde había un piano que alguien tocaba soberbiamente bien. Hubo a su tiempo un relato prolijo del “éxito” de la muestra, por lo que las obras continuarían a un nuevo evento en Miami antes de regresar. Que se iba a efectuar otra muestra de arte argentino dentro de Arizona por lo que nos requerían más obra que el mismísimo galerista vendría a buscar a Buenos Aires para conocer a la vez a “sus” artistas. Que se había producido una venta, ¡la de la chica Farnell!, que la había comprado un integrante de los Globetrotters.
 
      A esas alturas yo estaba totalmente en éxtasis, mi bonita La Autonomía de lo Bello había conquistado el corazón de alguien tal lejos de casa. Alguna parte de mi cerebro me dijo que debía pedir más información al respecto: quién la compró, a qué precio, si se suponía que yo iba a recibir algo. Pero yo estaba emocionada por la noticia, y los organizadores, para cerrar la reunión, anunciaron que dos cantantes líricos del Teatro Colón iban a cantar para nosotros. Y entonces empezaron esas voces maravillosas que brindaron un recital de tres óperas populares, cerrando con el Brindis de La Traviata y ya no tuve cabeza para nada… Aun hoy sigo vibrando al rememorar ese tema maravilloso en esas voces impecables (y la copa de champaña y la afectuosa felicitación por mi venta por parte de un par de pintores con los que mantuve una eventual estrecha amistad por cierto tiempo). (Sonido estridente de chicharra de alarma: ¡Error!)



 
 
 
     Creo que fueron unos diez o quince días después cuando me dieron fecha y hora para reunirme con el galerista mexicano recién llegado a Baires, en un Apart-Hotel de la calle Suipacha, llevándole otras obras para que él incluyera en la próxima muestra y, dada mi venta, reemplazara la obra para el traslado a Miami. Ahí fue La Autonomía de lo Bello II y unas obras viejas y pequeñas (no muy buenas, pero en ese momento no tenía otra cosa).
 
      El Apart era de los caros, y me hicieron subir directo a su apartamento. Un mexicano cuarentón corrido, muy ajustado al estereotipo que desde el sur nos hacemos de ellos (rostro redondo, cabello negro lacio, grueso y abundante, riguroso bigote, sonrisa amplia y contagiosa, trato campechano y ligero) me recibió en persona y… descalzo. De él también tengo el nombre en algún material de prensa y en los catálogos, pero por temperamento poco dado al conflicto me he empeñado en olvidarlo.
 
      Charlamos (él habló, yo escuché con urbana sonrisa), me confirmó la venta al Globertrotters, no me dijo el precio pero que se cancelaría el pago a la entrega de la obra, lo que él haría a su regreso con las obras que le dejaba en ese momento para reemplazar la vendida. Que en cuanto se hiciese con el dinero me avisaba para ver cómo me lo hacía llegar, que tal vez lograba venderle algo más. Yo estaba obsesionada con su falta de zapatos. Todo me parecía tan poco serio a partir de su ausencia de calzado que me era innecesario preguntarle nada porque no podía ser cierto. ¿Cómo iba a recibirme descalzo? Quería irme, si todo era real bien si no lo era también, pero yo quería salir de ahí. El buen hombre no tuvo un gesto ni dijo una sola palabra que pudiera ser malinterpretada. Hoy calibro que todo lo que se habló es lo que normalmente se habla en esos casos y la falta de data fue sencillamente porque yo no pedí información ni hice ninguna pregunta. El debió pensar que yo era medio idiota y puede que con pena tratara de no apabullarme demasiado. No habré estado más de quince minutos y me fui, soltando la respiración que había estado conteniendo desde que le vi los dedos gordos de los pies. (Sonido estridente de chicharra de alarma: ¡Error!)



 
 
 
     Unos días después me reuní con un pintor del grupo (con el que compartiera la champaña durante La Traviata), persona con la que me comportaba yo medianamente normal y al que le habían pedido que hablara conmigo para ver si yo aceptaba viajar a los Estados Unidos para la segunda muestra programada. Me contó que el mexicano había elegido a un pequeño grupo de artistas (mi caso, obviamente, por la venta) a fin de promover puntualmente el trabajo de estos. Algunas charlas, algunas intervenciones personales en los lugares adecuados, apuntalar personalmente la venta.
 
      En broma mi amigo arguyó que me iban a convertir en “la estrellita de moda”. En serio me insistió en que así se hacen las cosas: no basta la obra, hay que armar el show en torno del artista. La venta al Globetrotters era una puerta muy interesante para que el galerista moviera a su artista y trabajara en ventas en ese nicho de eventuales compradores en particular. Yo le confesé mi irreprimible pánico ante los dedos gordos de los pies de personas desconocidas. El replicó que el galerista no era técnicamente un desconocido para mí. Confesé que no sabía si podría volver a soportar su presencia en mi cercanía. El juró que le diría que mi condición era que usara siempre zapatos cuando yo estuviera cerca. Yo mentí que iba a pensarlo y él debe haberle trasmitido al mexicano que yo no me tomaba las cosas demasiado en serio y que difícilmente viajara a Arizona. (Sonido estridente de chicharra de alarma: ¡Error!)



 
 
 
   Como un mes o dos después (yo, confieso, ya estaba en otra cosa: armaba una mini- individual en el Fondo Nacional de las Artes) varios artistas del grupo me contactan para anunciar que todo había sido una estafa, que no podían ubicar ni al matrimonio organizador local ni sabían del paradero del mexicano con las obras. Me preguntaban si yo había recibido el dinero de la venta. No, obviamente, yo nunca recibí ni dinero ni los datos del presunto comprador. Resumiendo: nunca volvieron las obras, nunca supe más nada de ninguno de los involucrados. Insisto, personalmente tampoco indagué mucho. A lo largo de los años me crucé con artistas que también fueron víctimas de esta situación, pero jamás saqué el tema. Fue. Quiero imaginar que La Autonomia de lo Bello está colgada en el enorme living de un enorme basquetbolista que considera enorme la belleza de esa obra. ¿Tengo que señalar todos los errores cometidos a lo largo de esta historia?
 
 
 
 
 

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